viernes, 11 de diciembre de 2009

La hoja en blanco

La hoja en blanco, el texto sin título, las calles sin nombre, los sentidos sin estimulación, el hambre sin alimento, la voz sin sonido… la mente te induce a la locura tan pronto como la cordura pierde su referente. Sin una guía, el ser humano se aleja del sentido de las cosas. Las ideas, la inspiración, no siempre circulan por un cauce a rebosar impaciente por tomar los rápidos en su descenso, para fluir a través de ellos con palabras audaces e imágenes nítidas. A veces, la densa niebla, que igual que en la mañana impregna de blanca ceguera las cimas de las montañas, también invade la mente, haciéndote tropezar con tus propias ideas que chocan una y otra vez contra el muro de tu inoperancia. Te desorientas, eludes el propósito de tu enmienda, los trazos que antes dibujabas con destreza, se disuelven entre estertores ahogados por tu propia imprecisión, y al final, agotado de buscar en la piedra estéril, bajas los brazos y te abandonas al sosiego del momento.

Todo hombre ve morir en instantes su propia lucidez. Siempre ocurre, en todo en la vida, en tu profesión, en tus pasiones, en tus habilidades. Llegan días donde todo se vuelve un papel blanco en el que no encuentras la palabra con la que empezar. Te atoras, pierdes la ilusión y abandonas. Te sientes incapaz de encontrar tu propio razonamiento, que antes te llevaba a resolver el problema con solo un aliento, y te sientes inútil ante el espejo de ti mismo.

Quizá solo es tiempo. Quizá el paso de los días calma tu ira y recuperas el pulso de tus gestos. Tu mente se desbloquea y te sientes libre de nuevo. Tu lápiz retoma los trazos, tu pincel cabalga entre lienzos, tus manos reconstruyen tus cimientos y vuelve esa lucidez perdida. O quizá no.

Es una sensación extraña la de la incapacidad. La de aquel que en su letargo sueña que corre, desesperado, veloz y raudo, pero ve que su cuerpo no se desplaza. El miedo entonces te come, desgasta tu esperanza y quieres despertar. A muchos les cuesta abrir los ojos, a otros no más que la llegada de la mañana, pero ese momento te aterra.

Aún muchos tenemos que despertar.

jueves, 30 de julio de 2009

Aún espero

Te esperé durante horas, bajo la lluvia, en aquél café en el que nos conocimos, cansado e inquieto.

Te llamé al móvil y no lo cogiste, llamé a tu casa y no hallé respuesta. Me dejaste tirado, ¿cómo pretendes que no me enfade?, ¿cómo pudiste abandonarme así, sin ni siquiera despedirte?

Dijiste que te darías prisa, que estabas de camino, que en coche no tardarías nada. Eso mismo me dijo la policía, que te diste demasiada prisa y que aquella curva se llevó tu vida.

Te dije que no corrieras, que yo te esperaría y contestaste “tranquilo”, pero ya nunca llegaste ¿Cómo quieres que no me enfade?

jueves, 9 de julio de 2009

Una oración al silencio

Me arrodillé y tomé un pedazo de tierra con mis manos. Entre mis dedos la arena se deshacía árida, seca, de vida vacía y olvidada, y la sentía escapar como lo hacía el aíre de mis pulmones vencidos. Y entre aquella tierra te busqué cuando mis cosechas se perdieron y con ella mi sustento… pero no te vi.

Corrí colina arriba, hasta la cima de la montaña, con las ropas roídas y las piernas cansadas. Avancé desorientado, a través de las rocas y los árboles astillados, con las espinas de los rosales dibujando hileras ensangrentadas en mi piel. Y allí arriba miré al cielo y te busqué en él cuando perdí mi casa y mi único cobijo era ese mismo cielo… pero no te vi.

Grité al viento, al agua y al fuego por el puño que alentaba en mi vientre vacío, por los ruegos de mis hijos a quienes la sed agrietaba los labios. Por el dolor de sus entrañas al abrigo del hambre, por sus ojos secos de tantas lágrimas vertidas y mis manos amoratadas por trabajos baldíos incapaces de retener un pedazo de pan. Y te busqué entre estas mismas manos cuando el trabajo sucumbió y no tenia más medios para pagar su alimento… pero no te vi.

Mi llanto ahogado en lamentos vanos. Mi corazón débil y castigado al ver como ella se alejaba de mi lado. Mi mirada perdida, vagando de un lado a otro por una cura para su enfermedad, para que la muerte no me la quitara, para que su aliento aun se agitara a la vez que el mío. Y te busqué cuando la sentí perecer en mis brazos, cuando me miró por última vez, cuando mi alma reventó al tiempo que ella cedía ante la muerte… pero no te vi.

Seres descarriados y condenados. Seres abandonados por tu mano piadosa, acechados por las sombras, el dolor y la pena que se adhiere a cada paso. Somos entes olvidados por tu cobijo, arando una tierra estéril, con azadas de papel para después recoger alimentos podridos. Y te buscamos, nos arrodillamos rogando en tu nombre, oteando el cielo por ver tu luz… y por respuesta un pedazo de silencio, solo unas gotas de oscuridad.

Dicen que estás ahí… pero yo nunca te vi.

lunes, 22 de junio de 2009

Juzgados por el cielo

El doctor salió de la sala de operaciones y, mientras se quitaba los guantes ensangrentados, se dirigió con paso lento hacia el hombre que, abatido, escondía su rostro entre sus dedos. Al sentir su presencia, el hombre irguió levemente la cabeza hasta que su vista se encontró con los zapatos del doctor, sin embargo no se atrevió a buscar su mirada. Sabía lo que iba a escuchar, pero no quería oírlo. Presentía en aquella figura, la sombra fría y tenebrosa que lo perseguía desde aquella carretera. Las lágrimas en su rostro brotaban y se secaban a un tiempo. Temblaba y se deshacía cuando aquella idea cruzaba su mente como el relámpago que atraviesa el cielo para desbordar tras él la tormenta, cruel y desalmada.

Trató de recomponerse con un suspiro entrecortado y se levantó. La dura mirada del doctor desencajó aun más su rostro.

-No pudimos hacer nada por el niño

El hombre sintió como su corazón reventaba dentro de su pecho. En un instante toda la fuerza que albergaba su cuerpo, le abandonó.

-Pe… pero… ¿cómo ha podido pasar? I… iba bien atado a su silla. – balbució

-Cuando su coche volcó, la cabeza del crio se golpeó con la ventanilla. Su cuerpo era aún muy frágil para soportarlo.

-No, ¡no!, mi hijo… mi hijo… como ha podido pasar… - lloraba

La voz del doctor se volvió fría y recia.

-Usted podría haberlo evitado

El hombre, aun tambaleándose, lo miró atónito

-¿Evitado?, ¿Cómo cree usted que podría haberlo evitado? Quién se cree usted…

Entonces el sentenció

-Hubiera bastado con que usted no hubiera bebido.

martes, 26 de mayo de 2009

Ojo por ojo

- ¡Te daré todo cuanto me pidas, dinero, tierras, títulos, lo que sea, pero no me mates! –balbucía aterrado el gobernador, cuya presencia en camisón restaba todo el porte de su posición.

El hombre que, frente a él esgrimía una espada de afilada hoja y ojos inundados en ira y desprecio, le observaba impávido, deseoso de hacerle callar de un solo estoque.

- No tienes porque hacerlo, podemos llegar a un acuerdo. Sabes que soy el gobernador de la ciudad, puedo concederte cuanto desees- le rogaba arrodillado junto al camastro.
- Ya sé quién eres- le dijo el hombre armado con sequedad tomada, - estoy en el lugar adecuado, ante el hombre que buscaba.
- Pero, ¿qué quieres de mí?, ¿Qué he hecho para merecer tu persecución?

El siniestro espadachín dibujo una media sonrisa en su rostro quebrado y sucio por el agotamiento y el dolor que se descifraba en cada pliegue de su frente, de un rostro joven tan curtido por el tiempo que parecía el de un viejo.

- Qué rápido olvida el noble entre sus rosas y su vino. Tanta sombra dan sus techos que su mente solo ve paredes de oro, y platos llenos.

El gobernador trató de enfocar su mirada ante la tenue luz de las velas que alumbraban su cuarto en la almena del castillo.

- Ni aunque el sol entero habitara esta habitación, podrían tus ojos limpiarse de tanta malicia.
- ¿De qué estás hablando?, ¿qué diablos tengo que reconocer yo para entender porque un hombre armado, ha asaltado mi casa para amenazarme de muerte en plena noche?

El hombre de la espada miró con recelo a ese hombre tan poderoso al cobijo de su título y sus soldados, y ahora tan frágil y asustadizo como un niño al oír los aullidos del lobo a medianoche. Después observó el brillo de la punta de su espada, preguntándose si era necesaria tanta conversación vacía cuanto tan solo precisaba hundirla en el cuerpo de aquel desgraciado. Volvió la vista hacía el gobernador y se quitó con prudencia el sombrero de ala ancha que escondía su rostro ennegrecido por el sudor y la noche.

El gobernador entornó los ojos tratando de distinguir entre sus duras facciones, un rostro del que no encontraba familiaridad alguna.

- No me reconoces, ¿verdad?, es normal, ha pasado mucho tiempo. Mi cuerpo está más castigado, y estos mechones blanquecinos antes no eran más que una quimera. Tú en cambio has engordado, no debe haber faltado cordero en tu mesa, mientras el estomago de tus siervos se va arrugando como el puño cerrado de un anciano.
- ¡¿Quién demonios eres?! ¿qué te he hecho yo?, te prometo que nunca faltará alimento para ti en esta ciudad. Te ofreceré una buena posición, pertenecerás a nuestra nobleza con todo lo que eso significa, te lo juro.

Tan desorbitada oferta desembocó en una sonora carcajada del hombre, que echó un pié atrás para observar al gobernador en su grotesca humillación.

- Siempre pensaste que éramos todos estúpidos. Ahora bajo mi espada mucho ofreces, pero tan pronto como la levante te faltará tiempo para echarme a tus perros guardianes al cuello. Me convertiría en abono para los campos en cuanto pusiera un pié fuera de esta estancia. No, no son riquezas lo que he venido a buscar aquí.

El gobernador lo miró desencajado.

- Entonces, ¿Qué es eso que demandas, que nada parece satisfacerte?
- Conoces muchas palabras, viejo; poder, dinero, posesiones, órdenes, castigos, esclavos, mentiras, infamia, traición… -dijo el hombre haciendo especial hincapié la vocalizar esta última palabra al tiempo que acercaba su rostro a la efigie paralizada del gobernador, -quizá también te suene la palabra: ¡venganza!

El gobernador se echó atrás como empujado por una violenta ráfaga de viento surgida de los labios del que venía a ser su verdugo. Con la expresión sobrecogida, se agitó nervioso tratando de poner en orden sus recuerdos.

- Venganza, venganza… venganza hacia mí… que acto tan macabro he podido yo cometer para tener que vengarte de mi ahora…
- Si, tanto ha llenado el buche su excelencia, que su mente se ha adormecido por los manjares de Baco, de modo que cree tener limpia una conciencia tan podrida como las manzanas caídas de su rama hace años. Pues no olvido yo tan fácilmente. Tu rostro no ha dejado de presentarse ante mi cada noche, mientras trataba de dormitar en los suelos humedecidos por el frio, entre latigazos y cadenas, entre las ratas y los quejidos de mi estomago vació, entre la sangre que escapaba de mis heridas y el lamento al que me condenaste. Sigues sin recordar, ¿verdad?
- Por el cielo decidme quien sois y que me pedís para no ajusticiarme.

El hombre, enfurecido por su falta de memoria, y sus intentos de sobornarle, se acercó violentamente hacia él al tiempo que ponía la punta se su espada a solo un aliento de su cuello.

- Mírame, ¡mírame bien, mal nacido!, ¿no me reconoces?, quita diez años de mi rostro y quizá me ubiques. Era aun muy joven cuando me mandaste a aquella locura. Sabías bien que aquella fortaleza era impenetrable, que no necesitábamos tomarla en modo alguno y, aun así, me hiciste asaltarla como un descerebrado ataca las puertas del infierno, creyéndose en el paraíso. Me mandaste a morir, solo, sin enviar ni siquiera un mísero cuerpo de soldados que fuera a buscar mi semblante devastado. Tres años de encierro, tres años de ver como mi cuerpo y mi mente moría un día tras otro, tres años de oscuridad y desesperación. Pero salí de ahí y volví a casa. Aún recuerdo como me miraste el día que llegué a la hacienda que mi padre me lego y que tuviste la desfachatez de robarme creyéndome moribundo. Tus ojos eran parecidos a los que tienes ahora, la misma expresión como la de aquel que cree ver un fantasma. Reclamé lo mío, y en pago por mis servicios, fue el destierro a galeras bajo pena de traición lo que me concediste. ¡Hasta la muerte!, gritaste, ¿lo recuerdas?, porque yo aun oigo esa condena cada madrugada. Querías esa tierra y yo no era más que polvo que barrer de tus suelos de mármol. No hubo piedad en tus palabras. No hubo clemencia en tus actos, no me pidas que yo ahora me convierta en lo que tú rechazaste ser.

El gobernador trató de incorporarse. Ahora recordaba. Volvió a entornar los ojos buscando entre sus recuerdos. Lo vio claro entonces, era él, aunque debía estar muerto ya. ¡Qué clase de monstruo volvía dos veces de la muerte para atormentarle!

- Sí, te recuerdo, ya sé quién eres, pero hace mucho tiempo de eso, no puede tu mente albergar tanto rencor. ¿Quieres tu tierra?, es tuya, yo apenas la visito. Si bajas esa espada te restituiré todo cuanto era tuyo, te devolveré todo cuanto amaste.

El hombre sus piró hondo ante ese ofrecimiento. Miró al suelo un instante, y levantó la cabeza con los ojos entumecidos por regueros de llanto seco que hacía ya muchos años no surcaba lágrima alguna.

- No puedes devolvérmelo todo. ¿Por qué he de mostrarme compasivo ante ti, que ni siquiera levantaste tu mano ni aun sabiendo que ella me esperaba, que nos íbamos a casar al volver de la guerra? Tuviste sed aquel día, hoy será saciada. Yo perdí todo cuanto anhelaba, a ti ya no te hará falta nada más.

El hombre avanzó dispuesto a atravesarle con la espada, mientras el gobernador se echaba hacia atrás a trompicones, arrastrándose, desesperado, tratando de huir del hierro de su cruel destino.

- Espera, espera, aun estamos a tiempo, puedo compensarte por tantos años de sufrimiento. Las tierras son tuyas, la nobleza te abrirá los brazos, buscaremos a tu mujer, estoy seguro de que aun te está esperando. Recuperarás tu vida… yo…

El gesto impasible del hombre, que hundió levemente la espada en el pecho del gobernador, congeló sus palabras al momento de salir de sus labios, entre alientos entrecortados como en los días más duros del invierno. El hombre lo miró, con más ira en los ojos de los que nunca el gobernador había adivinado en cualquier otro hombre, pese a las muchas batallas a las que asistió desde retaguardia y a los muchos hombres a los que su mano ferrea ajustició sin vacilar.

- Ella se quitó la vida el día que le dijeron que yo había muerto asaltando aquellos muros, y con ella se fue el niño que alentaba en su vientre, y mi vida entera. Todo este tiempo he respirado solo por encontrarte, y así rendir cuentas con mi alma. No llores más, no encontrarás lástima en mi gesto.

El movimiento fue rápido y certero. De un solo golpe, atravesó el cuerpo del gobernador que se desplomó entre estertores a la mirada perdida y vacía del hombre, que respiraba tranquilo.

En las escaleras surgió un aullido de botas subiendo y espadas silbando al salir de su funda. Los soldados, alertados, corrían entre gritos en tardío auxilio de su gobernador. El hombre, agotado y vencido por tantos años de espera, cayó sobre la cama, sentándose a los pies, con el cuerpo inerte del hombre que acababa de ejecutar. Ya no había vida en sus ojos abiertos, ya no tenía ganas de vivir, habían sido tantos años esperando ese momento, que se sentía tranquilo y relajado. No había porque huir, de todas maneras hacía años que ya había muerto.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Carta a un juez

Estimada señoría:

Pues como ya he sido condenado, yo me declaro culpable.

Apenas me dejaron abrir la boca cuando tuve oportunidad de excusarme. Mis palabras fueron borradas y mi voz desoída cuando eso era todo cuanto me quedaba. Pronto mi nombre fue señalado y ajusticiado en mi silencio, hasta que los barrotes que hoy me rodean se hicieron a mi alma como el mejor de mis amigos.

Por eso ahora, que ya no pertenezco a nada ni a nadie, me permito declararme culpable, pues de verdad alcé mi puño, cierto es que golpeé aquel cuerpo con ira y odio, fue real la sangre con la que cubrí mis manos.

No alegaré demencia como hacen tantos otros. Ninguna debilidad doblegó mi cordura no más que mi deseo de vivir, de respirar, de poder caminar sin miedo a tropezar frente a él. Maté a ese hombre, sí. La violencia de mi arrojo estaba justificada aunque no lo crea. Me consumía, me desquiciaba hasta alimentar en mí al más puro de los rencores y, en ese letargo, maté a mi padre, y sí, juro que no lo siento. No me duele esa muerte.

Pero la justicia es ciega, doy fe de ello, igual para todo hombre según dicen. Pero tampoco tiene corazón, no conoce el dolor, ni tiene la decencia de abrir los ojos para mirar cara a cara a un condenado y revolver sus recuerdos en busca de una razón.

Si lo hubiera hecho… con tan solo una vez que hubiera observado mis ojos hubiese bastado. Mas que las decenas de palabras que yo pudiera haber gritado y susurrado a un tiempo. Quizá yo sea demasiado joven, pero en ellos hubiera sentido mi desesperación, mis sueños devastados. Hubiera visto a un crío asustado, escondiéndose a la sombra de los insultos de su propio padre, de su desprecio, de sentirse ignorado y vacío, de saberse indeseado incluso antes de haber nacido. En mis ojos hubiera visto el dolor por los huesos rotos con cada paliza, con las batidas de esa vara, con los oídos estremecidos al silbido de su cinturón. Hubiese visto a un niño perdido, creyéndose inservible, no más que un pedazo más de esa montaña de estiércol de la que mi padre decía que yo procedía. Quizá con solo prestar un poco de atención hubiera escuchado sus gritos ahogados, vería sus lágrimas caídas, su sangre derramada y su ilusión olvidada. Aun ese miedo a dormir y no conseguir despertar me sigue. A veces con el pánico a sentir sus manos aprisionando mi cuello de nuevo, otras veces con impaciencia, esperando encontrar la tranquilidad en ese último suspiro.

Pero no. Parece cierto que la justicia es ciega, pero nunca creí que lo fuera tanto. Al menos he aprendido que no vale la pena luchar, no siempre la justicia es fiel a sí misma, como tampoco lo es a la vida. Ya estoy cansado de seguir caminando. Por tanto yo me declaro culpable. Yo maté a mi padre, y con ello me gané el derecho a poder dormir por las noches.

Ya no espero nada de nadie.

Atentamente, un saludo.

lunes, 4 de mayo de 2009

Dioses mortales: El día que fueron valientes

De sangre tan roja y fluida como la de cualquier otro. Huesos, órganos, músculos y ligamentos tan flexibles y al tiempo tan fáciles de quebrar. De sueños igualmente intensos y frágiles. Emociones, sentimientos y batalla morales que combaten con el cuchillo entre los dientes contra los muros mancillados de la voluntad y el honor.

Miras a sus ojos, y en su reflejo ves tu propio rostro. En la sombra que el sol desprende de su figura, tus mismas manos, tus mismas espaldas vislumbras. Las diferencias son tan tenues, como son las de las gotas que estallan al caer al lago… y sin embargo, son tan distintas. Quizá algunos por toda una vida embriagada al son de un atisbo de cordura, de libertad, de ira contenida; quizá otros por un solo gesto, el acto irracional de un loco, un momento de lucidez dentro de la maraña de ceguera que forma parte del día a día que nos alumbra.

Hombres y mujeres que, llegado el día, se rasgaron las vestiduras, hicieron de tripas corazón, y se armaron hasta los dientes de valentía, arrojo y dignidad, tanto premeditadamente como bajo el embrujo de impulsos cegados por una voracidad libertaria oculta en lo más profundo de sus entrañas. Héroes del pueblo, enseñas, mitos, símbolos de antaño, envidiados y adorados, convertidos en caminos de baldosas amarillas que seguir, endiosados aun siendo tan vulnerables al dolor, al miedo, al llanto y al paso del tiempo como lo son todos aquellos que los honran.

Gente como el hombre de Tiannanmen, que tuvo el coraje suficiente de interponer su frágil cuerpo frente a las bestias de acero hasta hacerse creer más robusto que los tanques; como aquel soldado de la RDA, Conrad Schumann, que saltó las alambradas del Muro de Berlín en su nacimiento, pasando de ser un carcelero más de la libertad, a un símbolo que la tomó por esposa; como William Wallace desangrándose en batalla por la identidad perdida de su querida Escocia; Dolores Ibarruri, “La Pasionaria”, clamando al cielo contra el invasor francés con mas agallas que los hombres que la rodeaban; Oskar Schindler convertido en padre, salvador, protector y ángel de tanto judío ajusticiado por el odio visceral nazi; como “Lobo” sacrificando su identidad y su bienestar por llegar al corazón podrido del terrorismo organizado; como Sophie Scholl, el Ché, Gandhi o Daoíz y Velarde, incapaces de abandonar al pueblo llano español, cuya pobreza y debilidad alimentaban las espaldas recibidas por aquellos que habían de velar por ellos… y tantos otros a los que su momento les hizo ganar el aplauso, y que el tiempo convirtió en inmortales a la memoria popular tan predispuesta siempre a apagarse y dejarse conquistar por la banalidad, la intolerancia, la conformidad y la más absoluta de las necedades.

Aquellos días, ellos fueron valientes, quizá más de lo que nunca hubieran imaginado, y mucho más de lo que muchos lo serían aunque vivieran mil vidas. Puede que ellos nunca fueran conscientes de la trascendencia de sus actos, y seguro que nunca pretendieron que fuera así, pero en esta sociedad de moralidad frágil e ideales rotos, son ellos los últimos románticos a lo que se puede apelar cuando a algún desgraciado se le abren los ojos de una vez para tomar su fusil ideológico, cargarlo con balas de dignidad y disparar su honor a mansalva.

miércoles, 29 de abril de 2009

Viejos caminos

Salió del vagón con cuidado, apoyándose en su bastón y enarcó las cejas mientras dejaba escapar un gesto fatigado.

Todo había cambiado mucho.

Su memoria no lograba despertar, de su letargo de tantos años, los recuerdos que guardaba. Pensaba que se emocionaría pero se sintió extraño, como si estuviera lejos de casa, pese a que era el día en que por fin volvía a ella. Había pasado demasiado tiempo, demasiados años desde que la guerra y el destierro, siendo niño, le hicieron marchar en ese tren que hoy, setenta años después, de nuevo le devolvía a casa.

lunes, 27 de abril de 2009

Confusión

Me giré y retorcí al instante, como impulsado por un resorte oculto a mi espalda. No podía abrir los ojos porque una extraña fuerza venida de la nada oprimía mis párpados, pero pude notar como mis oídos reventaban a tal estridente sonido. Mi cabeza daba tumbos confusa y pesada, mientras mi cuerpo respondía con torpeza a las pocas órdenes que mi cerebro se atrevía a mandar a mis articulaciones, que ausentes de todo, sucumbían al poco de intentar obedecer. Por un momento logré abrír los ojos y solo ví oscuridad, tan ténebre y densa que pensé que nunca volvería a ver la luz. Un escalofrío agitó mi semblante mientras trataba de librarme del peso que oprimía mi cuerpo extendido y otrora relajado, mientras un estremecimiento sesgaba mi calma como si de un terremoto bajo mis piés se tratara. ¿Qué sentimiento era ese que pese a asustarme, tan familiar me era?, ¿por qué ese sonido que hervía en mis tímpanos hasta hacerlos reventar, no me era extraño?. Miles de preguntas más se agolparon en mi mente perdida cuando un halo de luz rojiza a mi lado llamó mi atención. Miré hacia allí, tomé el control de mi aliento cortado y la tensión de mi cuerpo mitigó su existencia. ¿Así que tan solo era el despertador?, otra vez a trabajar. ¡¡Demonios!!.

viernes, 27 de marzo de 2009

Sin nada que decir

Con los labios sellados y la garganta seca. Por una voz apagada no por abuso, más por inactiva. Sin dar dentelladas al aíre con palabras sinuosas, decididas. Abrumado, escondido, oculto entre las sombras de este revólver de balas de humo que se deshacen cuando, prestas, se ciñen al objetivo marcado.
A susurros interrumpidos por los gritos que te imploran el silencio. Tendido en el suelo, recogiendo las migajas que de uno mismo se deshojan como en la flor que es testigo de tu destino en cada uno de los pétalos que se escapan entre los dedos.
Queriendo levantar la voz, aullar, gritar, rugir y enternecer a la tormenta con lamentos olvidados, que de su tenue peso, se disipa incluso antes de ser escuchado. Vagos pasos son esos que no impulsa la pereza, mas son presos del despiadado latir de un corazón amordazado. Rebelde pero asustado de sí mismo. Incapaz de apartar la piedra que de nuevo le hace tropezar. Del viento que mece las hojas, y el baile en sus ráfagas que dibujan destellos brillantes en su semblante, como esa luna que esculpe sus curvas entre las olas del mar.
En mitad de la noche, con el rumor de tu presencia cerca, con el tacto efímero de tu piel, el calor que desprende, suspiros entrecortados, el aíre agitado a tu paso. Un espejo en el lecho de un río que esboza tu rostro, pero que estos dedos se niegan a rozar, para que tu imagen no se deshaga entre ondas. La distancia que de tan cerca, te envía tan lejos.
Y la voz sigue apagada, los labios sellados y ese latir tan despiadado.

martes, 10 de marzo de 2009

Padre

“Padre”

“¿Padre?”

“¿Qué demonios significará eso?”

El niño contuvo esas preguntas en su mente, mientras observaba la pizarra. En ella, y con letras mayúsculas, la profesora había escrito bien grande: “EL DÍA DEL PADRE”.
Conocía bien lo que querían decir cada una de esas palabras, pero su sentido le era tan extraño como lo es la nieve en verano, cuando sabes que existe, pero no puedes verla a tu lado.

Sus manos se atenazaron indefensas, ignorantes a sus actos. Los demás niños ya se empleaban con ferviente intención, garabateando sus cartulinas con divertidos trazos de colores. Mientras, el crío los observaba imperturbable, sin hacer gesto alguno, sin imitar sus movimientos inquietos.

Volvió a mirar la pizarra y leyó en voz baja:

-“El día del padre”

Bajó la mirada a la cartulina negra que se alzaba ante él, y trató de abrir la puerta a su imaginación. Cerrada, por primera vez esta parecía haberse encajado. No hallaba en su interior la palabra exacta, la imagen que alimentara su mente, no había nada.

Y se sintió bloqueado, vacío.

Y siguió sin encontrarle el sentido a todo aquello.

Aturdido y desorientado, perdió la mirada en uno de los grandes ventanales de su clase, en el vertiginoso revolotear de los pájaros al sol de la mañana, en cuya danza encontró en pequeño mayor diversión que a la que a sus manos habían propuesto ese día.

El chirriante repicar del timbre que anunciaba el final de las clases, devolvió al mundo al muchacho. Ajeno al jolgorio que invadía al resto de los chicos, salió al patio con las manos vacías y una expresión de indiferencia que no sorprendió a su madre, que allí le esperaba.

Y no sintió nada, no volvió a pensar en ello.

Y siguió sin encontrarle el sentido a todo aquello.

jueves, 26 de febrero de 2009

Desterrados

Frotaba sus manos con insistencia tratando de encontrar un calor que evitara que volvieran a amoratarse. Los guantes que cubrían sus manos, se cortaban al llegar a sus dedos de piel quebradiza y ennegrecida por la suciedad, cuya uñas parecían estar a punto de caerse al primer roce, pero que como pegados por esa misma suciedad reseca, mantenían su lugar con una decoro angustioso.
Con movimientos pesados y torpes, el hombre tomó asiento y respiró hondo mientras abría los ojos de par en par para intentar vislumbrar algo entre la noche que ya caía en la ciudad. Unas voces en su interior, ya de lustre y veteranía a sus oídos, discutían viejos asuntos que parecían no cercenar nunca.

-¿Me puedes explicar que estamos haciendo aquí? – preguntaba encolerizado el pasado.
-Calla y no canses más este cuerpo, que hoy necesita más reposo que disputas - contestó el presente.
-Siempre con evasivas, estoy cansado de respuestas vanas, ¿quiero saber en que estabas pensando para acabar aquí?
-¿En qué pensaba?, pues en nada, en querías que pensase. Si por un momento hubiera logrado ser dueño de mi mente, mis actos hubieran sido distintos. – contempló el presente.
-¡Maldito estúpido!, lo teníamos todo, toda una vida de trabajo, años de esfuerzo para conseguir tenerlo todo y vas tú y lo liquidas en un instante, tú y tu desgraciada voluntad.

El hombre agachó la cabeza y encogió el cuello entre los hombros, buscando que las solapas corroídas de su chaqueta lo cubrieran del frio de diciembre. Entonces alargó la mano, cogió la botella de vino y le pegó un buen trago, dejando que unas gotas furtivas empaparan su frondosa y encrespada barba.

-Sí, eso, muy bien, coge la botella,- protestó con rabia el pasado, - aférrate a ella como siempre haces, a esa botella que te hizo esclavo y nos condenó a todos a esta miseria. Esa que embriaga nuestra mente hasta convertirnos en un bufón.
-¡Oh, cállate de una vez!,- contestó el presente - deja que trate de mitigar al menos esta tortura. Una vez me hice amigo de este endiablado líquido y ya no sé cómo darle la espalda. Te juro que lo intento, pero tropiezo entre sombras cada vez que trato de levantarme. No hay manos que me ayuden a caminar, las únicas que poseo son estas que ves agrietadas, y ya solo están moldeadas para agarrar este cristal.
-Sí, claro, pobrecito que está solo y abandonado – se burló el pasado – que nadie le quiere, que le tratan como a un perro descarriado. Oh, sí, cuanto valor perdido entre sollozos, cuanta grandeza mancillada… ¡déjate ya de balbucir, cobarde!, si hubieras seguido el camino que tracé, ahora estarías sentado en tu mansión revolcándote en un lecho de rosas y no arrastrándote por unos sucios céntimos.

El hombre se agitó incómodo entre los cartones que acomodaba a modo de colchón, para apaciguar en lo posible la dureza de la acera. Sin un techo sobre su cabeza, esperaba esperanzado que no arreciara la lluvia que a veces acompañaba a ese frío invernal que entumecía sus huesos y que tantas veces lo hacían huir de la esquina que había tomado por morada. El hombre se tumbó con el cuerpo encogido y cubriéndose tan solo por una vieja manta que había sacado del contenedor y que había pasado de ser un despojo del cuál librarse a una posesión más que valiosa.

-¿Y qué pretendes hacer?, ¿quedarte ahí tumbado? , ¿así es como encaras el abismo al que nos llevó tu burda estupidez?. Tumbado entre cartones no encontrarás un trabajo, ni una casa, ni la dignidad a la que hace tanto tiempo diste la espalda.
-Déjame en paz, cállate o aléjate de mí, desaparece sin dejar rastro de una vez…
-Nadie se va a ninguna parte, contéstame de una vez, ¿qué vas a hacer?, ¡háblame!...

Su semblante se batió entre dos voces, con sacudidas incontrolables y gesto brusco, como los que aferran el alma de un loco. Entonces una tercera voz se alzó tímida y temblorosa entra las que discutían, y con ella se produjo un silencio de aquellas que se creían solas. La voz surgió dulce pero asustada, de lo más recóndito de sí mismo.

-¿Y qué será de mí?, -preguntó entre dientes el futuro.

El hombre exhaló todo el aíre que albergaban sus pulmones como si su cuerpo tratara de desembarazarse de todo cuando aun le mantenía con vida. Abrió los ojos despavorido, y el demonio, en forma de desquicia, asomó a su mirada perdida y su sangre helada. Entonces el presente, con la voz cansada, dijo:

-Mirad, estoy cansado, tengo frío y me tiemblan las manos. Me duele todo el cuerpo, y esta mísera manta apenas alcanza a cubrir una pequeña parte de mí, aunque ni siquiera creo ser digno de tan endeble cobijo. A ti, pasado, te digo, que sé de mi culpa, no reniego de ella, ni me considero indemne, se bien que dejé que se pudriera en mis manos todo cuanto me relegaste, permitiendo que se deslizara entre mis dedos como lo hace la arena del desierto, y en ese mismo desierto convertí los verdes bosques y caudalosos ríos a los que me habías encaminado. Te juro que intento encontrar en mi interior el empuje que me haga estimable de nuevo y que daría mis manos y mis entrañas por volver atrás en el tiempo, pero no sé hacerlo, no tengo fuerzas.
En cuanto a ti, futuro, no puedo contestar a tu pregunta, porque no conozco respuesta alguna. Créeme que siento mucho al vacío al que te estoy condenando y si encuentro la puerta que me lleve a una luz entre tanta oscuridad, la tomaré para así evitar que derrames una sola lágrima más de las que ya he derramado yo.
Pero ahora dejadme descansar, estos huesos tienen ahora una batalla más ardua contra el frío que contra las palabras que me inundan, mañana quizá haya menos piedras en el camino, pero en este momento solo estoy yo, estos cartones, mi manta, la botella y un corazón inerte.

lunes, 16 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 3 - Desolación

Canto III - Desolación

Unas suaves gotas de lluvia resbalaron por sus mejillas hundidas entre la hierba, hasta fundirse con los regueros de agua roja que fluían entre las hojas. Como si fuera consciente de la tragedia que había sufrido la tierra que alumbraba, el sol había retirado su centellear del amanecer, mientras unas nubes vestidas de triste gris habían acudido a su llamada para cubrir su huida. Necesitaban limpiar las laderas de esa sangre que ya comenzaba a pudrirse, aunque solo fuera con unas pocas gotas, las lágrimas que brotaban del cielo para acunar a los hombres. El chico pareció desemperezarse con ellas. Sus ojos negros como el carbón de las montañas, se abrieron poco a poco mientras trataba de enfocar su vista. La cabeza le daba vueltas y una extraña sensación de sequedad empapaba su boca. Se sentía débil y cansado, como si acabara de recibir una paliza. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había perdido el conocimiento, pero se sorprendió de continuar aun respirando, de no haber visto esa luz que algunos dicen haber presenciado llamando a sus pasos, cuando los ecos de la oscuridad acechan presto sus pasos, y la muerte les recibe con una amplia sonrisa.

No debía haber pasado mucho tiempo, pues los cuerpos que yacían por todas partes, aun desprendían ese vapor caliente que expulsan aquellos cuya sangre aun fluye, sea su canto agónico o no. Tampoco sabía si su ejército habría ganado la batalla, pero comprendió al instante que no debía permanecer ahí para comprobarlo pues, de haber vencido los suyos, pronto acudirían en su ayuda, y daría su vida por salvada, pero de haber sido el enemigo, llegarían en manada a saquear los cuerpos moribundos. En esa situación, afortunado habría de sentirse aquel que fuera rematado de inmediato, pues a menudo acostumbraban a tomar a los hombres que se deshacían entre lágrimas para arrastrarlos con sus caballos, castrarlos, descuartizarlos o desollarlos vivos, para después empalarlos ante los ojos de sus hermanos.

Trató de incorporarse entre agudos pinchazos que provenían de su costado herido. Palpó con cuidado y sintió como la herida había dejado de sangrar, pero notó su enorme agujero con forma de punta de espada. De no curar pronto esa herida, podría infectarse hasta que la sangre se coagulara, y con ella su vida entera. No debía permanecer ahí tirado y se puso en pié en un esfuerzo superior a su capacidad. Alzó la vista y lo que contempló lo dejó sobrecogido. Todo el terreno, hasta donde alcanzaba la vista, estaba cubierto por los muertos de la batalla. Brazos, piernas y cabezas separadas de sus restos y desperdigadas por todas partes. Los hombres agonizantes lloraban a sus madres para que los despertara de esa pesadilla, al tiempo que lamentaban la desdicha de su alma asesinada por la mano enemiga.

Sus piernas apenas conseguían aguantar su peso. Arrastrando la espada con una mano, y la otra presionando su costado, el chico caminó tambaleante por entre los yacidos tratando de no tropezar con ellos, al tiempo que mantenía sus ojos abiertos de par en par compungido por el terror y la pena, Ni a pestañear se atrevía. Sintió como su corazón se detenía a cada paso que daba, como la humanidad que una vez albergó su interior, abandonaba su existencia pese a permanecer en pié, su cuerpo era un ente vacío absorto de recuerdos obsoletos, borrados de un plumazo de su memoria por lo que sus ojos contemplaban ahora. La inocencia de su juventud perdida al filo de las espadas, violada por la sangre y los lamentos.

Quiso ayudar a los caídos, pero no sabía cómo. Su cuerpo se retorcía de dolor por esa herida que supuraba sin descanso pese a no manar de ella más sangre de la que ya había brotado. Deseó que todo esto no hubiera ocurrido nunca, que el tiempo tornara atrás hasta aquellos días felices en su tierra natal, junto a sus amigos... junto a ella. Todos los hombres que alimentarían este campo, volverían a caminar por su propio pié, con una sonrisa y mirada franca. Ningún arma se levantaría de nuevo, ese dolor que atacaba al espíritu más que al sentido, perecería bajo el peso de la ignorancia, del desconocimiento. Pero enjuagaba de nuevo sus ojos, y todo seguía teñido de rojo, como el sol ardiendo al atardecer, cuando el sueño de la noche, el ahuyentador de pesadillas, llama con suavidad al descanso en el lecho, al abrigo de las hogueras, bajo el techo de casa.

-¿De qué había servido todo esto?, - se preguntaba el chico, - ¿acaso los dioses estarán orgullosos de su linaje?, ¿todas estas almas, su sangre, quedarán bendecidas para la eternidad?

Y sin embargo sus preguntas carecían de respuesta. Solo el silencio le respondía. Solo el breve rumor del viento y las gotas que chapoteaban por doquier, acompañaban sus dudas. Solo los llantos ahogados de los hombres que agonizaban entre temblores su valor, daban compensación a la inquietud que revolvía su estomago. Ya no sabía dónde mirar para no ver la desolación. No había rumbo hacia el que guiar sus pies destrozados por su propio peso. La guerra que había de abrirle sus ojos al mundo, al tiempo se los había cerrado bajo una llave invisible. De poco le importaba ya quién hubiese ganado la batalla, tan solo una irrefrenable obsesión por volver a casa, empujaba su semblante fuera de la planicie. Debería viajar hacia el sur, allí una vez estuvo su campamento, si es que aun existía. Si aquellos salvajes le encontraban, no dudaría es utilizar su propia espada para acabar con su vida, y así no convertirse en un títere mas de los juegos de esos bárbaros. No serviría de distracción para ellos, pero hasta entonces debía caminar como fuera, cayera cuantas veces cayera, hasta que su corazón se sintiera a salvo, lejos de la tormenta, lejos de la batalla.

lunes, 9 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 2 - Al batir de las espadas

Canto II - Al batir de las espadas

Una espesa bruma adormecía aun la planicie cuando los ejércitos tomaron posiciones sobre ella. Un camino largo y encallado les había llevado a ese lugar para poner a prueba su valentía y su honor de soldados, y ahora, a las primeras luces del alba, con las espadas aun envainadas, los recuerdos de toda una vida se disponían frente a ellos mostrando un epílogo del que no se sabía si precedería un epitafio o un punto y seguido. El chico se dispuso con una enmascarada calma en su posición en la tercera línea de infantería, justo delante de los arqueros que se atareaban en poner a punto sus arcos. La fila horizontal era enorme, descomunal, hasta donde alcanzaba la vista, un enjambre de aristas orientadas como el vallado de los huertos. Revisó con presteza su equipamiento. Su espada continuaba oculta en su cinto, su escudo de madera de los robles del norte, resplandecía con apenas unos rasguños de la última escaramuza, el peto que habría de cubrir su pecho brillaba reluciente con los primeros halos del sol del amanecer, y su yermo se erguía imponente sobre su cabeza. Con movimientos suaves, trató de relajar los músculos en tensión de su cuello, y sus cargados gemelos, consciente de que en cuanto dieran la orden tendría que salir a la carrera para batir su acero contra las huestes extrañas que ya comenzaban a arremolinarse frente a ellos, en la otra punta de la meseta.

El campo era abierto y amplio, ligeramente cóncavo hacia su punto medio, que concluía en un ligero terraplén. No había lugar a emboscadas, ni había vegetación que entorpeciera el trayecto, todo dependería entonces de la estrategia más o menos inteligente tomada por sus generales, y la templanza y destreza de los hombres en el cuerpo a cuerpo, allí se alzaban solo dos ejércitos uniformados y sedientos de batalla, brillando al sol de la mañana que levantaba su rostro radiante, ignorante a la tragedia que había de alumbrar ese día. El chico alzó la vista un instante y sus ojos se hundieron de temor. Nunca había luchado en campo abierto, y esperaba un enemigo mucho más liviano del que se disponía frente a ellos. Un ejército casi tan grande como el suyo e igual de homogéneo se organizaba como un solo hombre en la otra punta del campo. Adiestrados y disciplinados, nada tenían que ver con las hordas salvajes con las que habían alimentado su leyenda, al hablarles de unos guerreros indomables, incapaces de seguir no más que las órdenes de su odio y su avaricia, no las de un hombre, que era exactamente lo que estaba ocurriendo. No gritaban, ni peleaban entre ellos por la mejor arma, sino que permanecían en posición, formados e inquietos, con la misma expresión de curiosidad que las de sus rivales. Por un momento el chico hubiese asegurado encontrarse frente a un reducto de su propia tropa, como si de un ensayo militar se tratara, pero sus ropas estridentes con corazas cubiertas por mantos de piel de oso, e incluso los pechos descubiertos de algunas de esas bestias, los hacían distintos a ellos.

La neblina parecía huir con desidia. El ambiente se volvió denso e insondable, capaz de rozar la piel entumecida de los guerreros bajo su coraza de hierro, cuyos huesos temblaban a un tiempo de frío e incertidumbre. Se hizo el silencio. Sepulcral como en el interior de los templos sagrados, como aquel que reina cuando se trata de prender un pieza de caza, y así evitar que huya. Nadie hablaba no más que entre dientes, musitando alguna pequeña plegaria por su alma, encomendando su destino al ser superior que desde los cielos los observa y acompaña, para que no sea su sangre la que regará en ese día las cosechas de estas tierras fértiles. Algunos lloran abrazados a su espada, pero todos mantienen su vista en el enemigo, aquellas bestias del norte, hijos del hielo, aguerridas bestias que a los ojos de chico, parecían crecer a cada mirada. Cada vez más grandes, cada vez más fuertes, cada vez más feroces. Los rostros del diablo hecho hombre, y sus vástagos dispuestos a descender por la ladera para rebanar cabezas y alimentarse de sus cuerpos mitigados.

Tras una escueta charla, el general que se había adelantado para entablar pacto con el general enemigo, volvió tras sus pasos con galope enérgico y expresión tensa. Sus ojos vaticinaban una batalla pródiga y cruenta. Los hombres al verlo llegar endurecieron sus lamentos, y buscaron el arrojo suficiente entre sus entrañas ya acostumbradas al batir de las espadas. El chico comprendió que no había marcha atrás, que quién se rezagara un paso, sería un traidor a la causa y al pueblo, un desterrado a los ojos de sus compañeros. El general se dispuso frente al ejército y levantó su espada. La señal de ataque, el símbolo del poder de sus soldados, la llamada al valor.

-¡Quizá sobrevivamos a la tempestad o quizá nos espere la muerte en esta tierra, pero moriremos con honor, como soldados! ¡La gloria de nuestro pueblo, de nuestra sangre derramada, nos abrirá las puertas del cielo y nos acogerá como a héroes! ¡Nuestro valor será nuestro nombre, nuestra espada será nuestra palabra y nuestra victoria será nuestra vida!

Los hombres prorrumpieron en una atronadora explosión de gritos y vítores, mientras se inyectaban sus ojos por la sangre de la ira ante la arenga del general. Por un instante parecía que solo ellos alimentaban la cacería y que sus enemigos no eran más que piezas a las que cazar para saciar su hambre. Como un enjambre de necios, los soldados, con su espada desenvainada, golpeaban con fiereza su escudo tratando de amedrentar a quienes los observaban desde la lejanía, pero ninguno de ellos huyó. Sus miradas continuaban incrustadas en las corazas rivales, buscando el resquicio por el que introducir el filo de la espada y atravesarlo de lado a lado. Apenas se podía mantener la formación cuando las tropas del norte, aquellos hombres de piel de oso emanaron de su terreno para avanzar hacia la boca del infierno empuñando las espadas y vociferando desgarradores aullidos más propios de los lobos que de los hombres. Al momento, el general dio al orden y las trompetas dibujaron en sonidos la señal de carga. El chico miró a su alrededor, respiró hondo y dio la espalda a su miedo y sus lejanos recuerdos de casa, para salir a la carrera al encuentro del enemigo.

Justo en medio, en ese pequeño terraplén las fuerzas chocaron como lo hacen los rayos con las rocas. Los aceros aullaron con los aceros, los cuerpos percutieron al tiempo contra los cuerpos, la sangre saltó de los seres que aun vivos se descomponían a trozos convirtiendo la batalla en un puzzle de cabezas rebanadas y miembros desgarrados. Bajo el sol de la mañana, la verde pradera tornó al rojo espeso de la sangre derramada. La tierra otrora fértil y vivaz, se ahogaba entre los lamentos de aquellos desgraciados que dejaban sus sueños y sus almas por una meta extraña, incapaces de saborear el futuro por el cual dejaban su vida en manos de los dioses. El chico trataba de no pensar más que en evitar las embestidas salvajes. Mas aferrado a su escudo que a su espada, luchaba por permanecer en pié entre los caídos y moribundos. De repente sacó su mano por entre la confusión y sintió como su espada chocaba con algo. Lo atravesaba, un cuerpo ajeno quedaba incrustado hasta su muñeca. Petrificado por la impresión de su primera presa el chico lo miró a los ojos y le vio perecer ante él. Sus facciones duras y curtidas por el sol del norte, temblaron y se sacudieron entre convulsiones, sus ojos se volvieron blancos como la nieve, el aire escapó de un golpe de sus pulmones y se desplomó. El chico por un momento perdió el norte mientras le veía caer.

Un agudo dolor recorrió su semblante. Un pinchazo fuerte e intenso recorrió todo su cuerpo desde su costado hasta sus dedos. Algo había entrado en él y salido con la velocidad de un trueno. La sangre brotaba por un lado de su ser empapando sus ropas y sus manos. Su vista se nubló y su escudo cayó a tierra. El chico, en solo unos segundos, había tanteado los dos sabores que brotaban de la batalla. La herida ajena y el dolor propio. Su cuerpo se desequilibró, sus fuerzas huyeron prestas de sus entrañas, y su semblante encogió mientras se abalanzaba hacía tierra, hacía el verde césped de la planicie, hacía el sombrío rojo de la sangre que lo regaba.

martes, 3 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 1 - Inquietud

Canto I – Inquietud

El fuego pace mustio esta noche. Como almas errantes, los hombres se arremolinan, ausentes e inquietos, alrededor de las hogueras que alumbran el campamento en su indemne oscuridad, con la mente perdida y los pasos vacíos. No hay espacio para el sueño. Pocos son los hombres que acomodan sus cabezas al abrigo del frío invernal que sacude sus huesos, para tan solo adormecer un instante sus miedos. Menos aun son los que dejan de lado su espada y su escudo que han de salvar su vida del arrojo de las huestes del demonio. Descarriados en tierra ajena, lejos del agua de los pozos y las legumbres de sus huertos, que aun crecen en su hogar distante y oculto ya a los recuerdos, los guerreros entonan en leve canto en murmullos, al arrullo del viento, envuelto en lazos de plegarías y llantos ahogados, por el destino que los aguarda allá en el campo de batalla, al filo de las espadas.

El camino sombrío que los ha guiado, se desvanece entre necedades de un retorno a casa, que a muchos se les antoja utópico. Difícil les es a los soldados dibujar una sonrisa en sus rostros, pues tenue y frágil, pronto perece al recuerdo de batallas pasadas. Un soldado revisa su espada. Trata de entenderla, de hablarla, de acordar fidelidad mutua para salir ambas indemnes de la refriega, de actuar a la vez como un solo brazo en el fragor de las espadas. Su rostro es joven, aun a punto de despertar a la vida, incapaz de comprender la magnitud que tomará el destino en solo unas horas, pero cegado a las palabras de su general al jurar que los dioses les esperan y acompañan.

El chico pierde su mirada en el fuego. Chisporrotea vivo y jovial, como en las fiestas de su tierra natal. En sus llamas alcanza a distinguir la mirada orgullosa de su padre y los ojos asustados de su madre, vislumbra sus juegos de infancia, las sonrisas de sus amigos, los ojos de su amor abandonado por las ropas de guerra a quien su alma anhela por retornar y sentir su caricia de nuevo, aunque solo fuera un roce, un suspiro. Pero alza su cabeza un instante al frente, allí donde alcanza la vista al alumbrar de las hogueras, y solo oscuridad e incertidumbre le albergan, el desconsuelo de un chico alejado de casa, en tierra desconocida, empapado de un odio desconocido, rodeado de hombres desconocidos, con su acero como único amigo.

Tras meses de campaña. Por fin había llegado la hora de ajustar cuentas. La gran batalla estaba próxima, las últimas estrellas mostraban su recelo por la tragedia que había de vislumbrar en poco tiempo. El soldado negaba al destino como lo hacen los condenados, pero el futuro ya no alentaba en sus manos. El silencio del campamento aterraba emanando una tensión imperceptible a la vista, pero sensible a los nervios. Los rezos se hacían eternos a las voces apagadas de los hombres que buscaban una última expiación a sus pecados, antes de que el vigor que los hacía caminar, abandonara sus entrañas, y sus cuerpos robustos y jóvenes alimentaran por siempre las raíces de esta tierra extraña. Esa desazón los mantenía despiertos pese a las órdenes que los mandaban dormir, pese al agotamiento y el frío, las palabras no alcanzaban más que a ofrecer su mano para mitigar la angustia de los corazones encogidos que vagaban por entre las tiendas, cuando aun la noche cerrada abrazaba los recuerdos y los sueños de los soldados, dispuestos a derramar su sangre en batalla, allí en la planicie, por la gloria de su pueblo.

La noche viraba ausente hacia el día siguiente, pese a los ruegos del joven soldado, capaz de vender su alma por una noche sin fin. Las primeras luces de día llamaban con vehemencia a las puertas de la luna que cesaba su reinado. Una suave claridad asomaba por el horizonte, como un espejismo en mitad del desierto. Las hogueras hacían tiempo que habían comenzado a mitigar su vivacidad al encuentro del rocío del amanecer y solo una tenue humareda recordaba su exigua existencia.

Los hombres, algunos aun en vela, se parapetaban con sus ropas de guerra como si fueran a una fiesta de disfraces. Pocos hablaban no más que para dar órdenes. Algunos se abrazaban tratando de desearse buena fortuna... o despedirse. Andaban de un lado a otro nerviosos y enrabietados, con las espadas listas y los escudos reparados. Poco a poco, todos los soldados estaban en pié y listos para formar. El chico los observaba impertérrito, ocultando su miedo bajo un halo de falsa conciencia guerrera, mientras se mezclaba entre los hombres, esperando las órdenes de sus superiores.

Sus palabras se clavaron a fuego en su mente hasta destrozar sus nervios.

-¡Soldados a formar, en columnas de a dos! – gritó el general - ¡Marchen hacía sus posiciones, la gloria les espera, los dioses nos son propicios! ¡Hoy será un gran día!

Pero al chico le temblaba el cuerpo entero. Los ojos de los hombres resplandecían de odio y se cerraban de miedo mientras caminaban hacia la llanura. A partir de ese momento nada sería igual. Ya no había paso atrás, no había camino de vuelta al hogar, a las hogueras, al último reducto de humanidad que aun alentaba en sus almas. Las últimas gotas de sangre que circulaban por sus venas. La línea que separaba al hombre de la bestia.

miércoles, 21 de enero de 2009

Un último acorde

"Todo el mundo puede ofrecer su propio homenaje, por pequeño que sea, a todo aquello que crea merecerlo. Este es mi tributo a Dimebag Darrell (ex guitarrista de Pantera, y en el momento de su asesinato de Damageplan) pues, pese a que nunca fui un gran seguidor de su obra, mi admiración y respeto por él están muy por encima, y desde ese mismo respeto he tratado de imaginar lo que mínimamente pudieron sentir aquel último concierto al que se presentaron. Espero no haber errado en mi idea."

El clamor exacerbado, que siempre alimenta sus raíces en una inquieta espera, se extendía con presteza de un punto a otro de la sala. La impaciencia de un hombre puede resultar molesta, la de una multitud provoca miedo, un miedo capaz de atenazar los brazos, de nublar la mente. Sin embargo, ese temor de otros enardecía los nervios de los chicos, mientras aguardaban tras el escenario a que el rubor del público creciera según se iba acercando el momento.

Dimebag podía notar el sus labios el dulzor de esa pasión aplastante que rozaban cada uno de sus dedos. Ellos contenían el secreto. De su destreza dependía todo. Agarrado al afilado mástil de su guitarra, permanecía en silencio mientras ponía en orden su melena y se atusaba la perilla. Junto a él su grupo, Damageplan, se preparaba para la tormenta. Durante un instante se miraron, buscando un halo de unión férrea, de complicidad ciega. Como tantas otras veces desde críos, cruzó la mirada con su hermano Vinnie que agitaba de un lado a otro sus baquetas, haciéndolas bailar entre sus dedos. Una leve sonrisa brotó de sus labios. El pacto estaba sellado.

El reloj marcó el inicio.

El silencio de antaño rompía entonces en un rabiar de adrenalina, antes de que estallara en las venas de los allí presentes. El público gritaba y se agitaba al tiempo. Damageplan debía acudir al encuentro de sus legiones leales, de su forma de vida. Dimebag, se colgó su guitarra y alzó la vista. Las luces mostraban el camino, las voces reclamaban su presencia. Acostumbrado a esa presión, anduvo con firmeza hacia el escenario donde los gritos crecieron a su paso como dulce néctar para sus oídos. Se sitúo insigne en su posición, miró con orgullo en derredor y puso sus dedos sobre las cuerdas. Con una inusitada velocidad, la guitarra de Dimebag comenzó a lanzar aullidos melódicos. La muchedumbre se dejó invadir por el aplastante ritmo con el que llegaba su escape de la realidad, abriendo unas puertas invisibles de las que solo ese vertiginoso estruendo parecía tener la llave.

Gritos sobre gritos.

Balas sobre su cuerpo.

Dimebag ni siquiera se cercioró cuando ese perturbado, ese demonio aun vivo, arremetió contra él disparando sin desdén. Sus ojos se cerraron al instante. El mito de Dimebag nacía a su desplome sin poder acabar su canción y, aun aferrado al mástil, sus dedos, la llave del sonreír de su gente, se detuvieron atroces, yaciendo ya sin vida, al son de un último acorde.

"Dimebag” Darrell Abbott (1966 – 2004)
DESCANSE EN PAZ

lunes, 19 de enero de 2009

Por arte de magia

El niño no podía cerrar los ojos. Abrumado por las imágenes que iban apareciendo en esa descomunal pantalla, el chico igual sonreía entusiasmado que se acurrucaba asustado al cobijo de su asiento. Apenas había dormido desde el día de su quinto cumpleaños, cuando su padre le dijo que por primera vez le llevaría al cine a ver una película de dragones, aquellos que tantas veces antes había visto en sus libros, y que no pocas menos había imaginado volando a su alrededor, entre las llamaradas que brotaban de sus entrañas y la pesada cadencia de aleteo de sus alas. Y se había visto entonces a si mismo vestido de caballero, con una espada en una mano y un escudo en la otra, acudiendo desafiante a la batalla contra la bestia, a la que habría de vencer con certera estocada y así recuperar de entre sus garras a la bella princesa que le esperaba.

Tantas noches con la gloria ceñida a sus pasos y el honor del valor abrazado a su leyenda, mientras luchaba contra dragones y salvaba princesas, antes de que el amanecer turbara sus sueños.

Y ahora que, sentado en la sala, por vez primera veía a esos dragones de sus fantasías volando y rugiendo en la pantalla, mas grandes y hermosos de lo que jamás había imaginado, el chico sintió cumplidos sus deseos más intensos, capaz de contemplar la majestuosidad de su vuelo y la fiereza de su alarido. Su corazón latía frenético a cada fotograma. Hubo un tiempo en que creyó que esas bestias cesarían su batida en las páginas de los cuentos que su padre le leía cada noche y en los dibujos que adornaban su cuarto, cuando al caer la tarde, con los últimos halos del sol moribundo que pasaban por su ventana, se iluminaban solemnes y parecían querer huir de la pared a la que estaban colgados, para alzar el vuelo a los ojos del pequeño.

Ni a pestañear se atrevió, pues temía perderse en ese instante la magia que lo albergaba, absorto a cada imagen, atento a cada sonido, con el corazón encogido de principio a fin. Entonces apareció el bravo caballero con la armadura reluciente y la espada hacia el cielo. Y se imaginó a sí mismo en su lugar, acechando al dragón, siendo el héroe de su princesa, acudiendo raudo a los altares reservados a los valientes.

Durante dos horas, el niño cedió paso a sus sueños, inocentes e ingenuos, y vivió su gran aventura, sentado en su asiento, frente a la pantalla del cine. Allí donde se cumplió sus sueños, allí donde fue caballero, allí donde vió al dragón.

lunes, 5 de enero de 2009

Conformismo enemigo

Los caminos no siempre llevan a un solo destino. Son transitados, sí, y quizá sean terrenos allanados sin un solo bache sobre el que tropezar y probar cuál vivo está tu aguante. Todos, entes cegados por los halos del sol del conformismo, adhieren sus ojos a las baldosas donde se arrastran unos tras otros, envueltos en polvo y desidia.

¡Girad, necios!

El cruce de caminos os muestra un sendero oculto y voraz a los ingenuos. Reservado solo a la voluntad de los audaces, para quienes la fortuna tiene presente su dicha. Un camino donde sus espinas se convierten en retos al espíritu, y sus rosas mecen el aire con su aroma, un camino libre de palabras vacías y esfuerzos baldíos.

¡Ten valor y escucha al viento, pues él te conoce y te despierta!

Conformarse con vagar por la vida junto al resto del rebaño no te conducirá más que a la sepultura, precoz o tardía, con la conciencia apagada y tu recuerdo sombrío. No ser más que polvo a los ojos del tiempo.

El ser único sobrevive. Ya sea a la totalidad de sus actos o al rumor, ligero y frágil, de no más que una centellada de individualidad, tan solo un pequeño paso al camino que se abre a un lado, aquel que dibuja los indemnes trazos que los sueños enmarcan en los corazones aun vivos. La grandeza de saberte capaz de levantar la vista y navegar contra el viento. Ser fuerte para mirar a los ojos al desdén, a la mediocridad, a la simpleza,... y volverles la espalda con presta ironía.
Dicen que soñar es signo de debilidad, la cobardía de quienes no tienen el arrojo de enfrentarse a la realidad, y no entienden de la osadía de quienes tienen ese sueño, y cabalgan veloces aferrados a las crines del caballo que mueve las manillas del tiempo, en pos de esa meta, de la puerta a la inmortalidad de la memoria, del alimento que mantiene vivo al alma, del ser único entre tantas ovejas.

Cierto es que la vida es corta, y que duro has de batallar por tan solo un aliento mas. Que la vulgaridad que en cada esquina espera, no es una afrenta que nos toma desprevenidos. Ya conocemos sus cartas, sabemos de su jugada, y aun así, las mentes desvalidas, como una hormiga a nuestros pies, entornan los ojos y ofrecen su abrazo sin repulsa ni agobio.

¡Qué la fortuna se apiade de ellos!

¡Qué el tiempo, al menos, les prive de desdichas!

Pobres desgraciados. Incapaces de callar, de escuchar, de mirar si dentro de sí mismos aun ese sueño aletea dando bocanadas de ilusión, escupiendo a sus oídos:

“No te conformes con la nada, aun tu vida puede ser extraordinaria. Quizá todavía puedas sentirte vivo”

La noche aciaga pronto al incauto. Corta presta las alas del Halcón que libre vuela en busca de alimento. Caer y levantarse. Tropezar y, aun así, volver a ponerse en pié. ¡Qué volubles son las esperanzas del hombre!, ¡qué frágiles son sus sueños!
Cuando no se es capaz de hablar por sí mismo, ¿de qué sirve pensar?
¿De qué sirve un ideal, si tus manos ahogan tus propios ojos?
Pues ese conformismo, pudre las raíces de aquellos que confunden sencillez con simpleza. De aquellos insensibles vestigios de un pasado abrupto y vacío, que no entienden que no han de erigirse en genios para ser únicos, que no comprenden que esa rima que les pedía Whitman, puede escribirse con tan solo el roce de unas líneas, con tan solo unas palabras susurradas. Letras talladas en la conciencia de la identidad. La voz que brota del alma humana. Ese aullido que dicta:

“¡Yo no quiero ser como tú!”