lunes, 9 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 2 - Al batir de las espadas

Canto II - Al batir de las espadas

Una espesa bruma adormecía aun la planicie cuando los ejércitos tomaron posiciones sobre ella. Un camino largo y encallado les había llevado a ese lugar para poner a prueba su valentía y su honor de soldados, y ahora, a las primeras luces del alba, con las espadas aun envainadas, los recuerdos de toda una vida se disponían frente a ellos mostrando un epílogo del que no se sabía si precedería un epitafio o un punto y seguido. El chico se dispuso con una enmascarada calma en su posición en la tercera línea de infantería, justo delante de los arqueros que se atareaban en poner a punto sus arcos. La fila horizontal era enorme, descomunal, hasta donde alcanzaba la vista, un enjambre de aristas orientadas como el vallado de los huertos. Revisó con presteza su equipamiento. Su espada continuaba oculta en su cinto, su escudo de madera de los robles del norte, resplandecía con apenas unos rasguños de la última escaramuza, el peto que habría de cubrir su pecho brillaba reluciente con los primeros halos del sol del amanecer, y su yermo se erguía imponente sobre su cabeza. Con movimientos suaves, trató de relajar los músculos en tensión de su cuello, y sus cargados gemelos, consciente de que en cuanto dieran la orden tendría que salir a la carrera para batir su acero contra las huestes extrañas que ya comenzaban a arremolinarse frente a ellos, en la otra punta de la meseta.

El campo era abierto y amplio, ligeramente cóncavo hacia su punto medio, que concluía en un ligero terraplén. No había lugar a emboscadas, ni había vegetación que entorpeciera el trayecto, todo dependería entonces de la estrategia más o menos inteligente tomada por sus generales, y la templanza y destreza de los hombres en el cuerpo a cuerpo, allí se alzaban solo dos ejércitos uniformados y sedientos de batalla, brillando al sol de la mañana que levantaba su rostro radiante, ignorante a la tragedia que había de alumbrar ese día. El chico alzó la vista un instante y sus ojos se hundieron de temor. Nunca había luchado en campo abierto, y esperaba un enemigo mucho más liviano del que se disponía frente a ellos. Un ejército casi tan grande como el suyo e igual de homogéneo se organizaba como un solo hombre en la otra punta del campo. Adiestrados y disciplinados, nada tenían que ver con las hordas salvajes con las que habían alimentado su leyenda, al hablarles de unos guerreros indomables, incapaces de seguir no más que las órdenes de su odio y su avaricia, no las de un hombre, que era exactamente lo que estaba ocurriendo. No gritaban, ni peleaban entre ellos por la mejor arma, sino que permanecían en posición, formados e inquietos, con la misma expresión de curiosidad que las de sus rivales. Por un momento el chico hubiese asegurado encontrarse frente a un reducto de su propia tropa, como si de un ensayo militar se tratara, pero sus ropas estridentes con corazas cubiertas por mantos de piel de oso, e incluso los pechos descubiertos de algunas de esas bestias, los hacían distintos a ellos.

La neblina parecía huir con desidia. El ambiente se volvió denso e insondable, capaz de rozar la piel entumecida de los guerreros bajo su coraza de hierro, cuyos huesos temblaban a un tiempo de frío e incertidumbre. Se hizo el silencio. Sepulcral como en el interior de los templos sagrados, como aquel que reina cuando se trata de prender un pieza de caza, y así evitar que huya. Nadie hablaba no más que entre dientes, musitando alguna pequeña plegaria por su alma, encomendando su destino al ser superior que desde los cielos los observa y acompaña, para que no sea su sangre la que regará en ese día las cosechas de estas tierras fértiles. Algunos lloran abrazados a su espada, pero todos mantienen su vista en el enemigo, aquellas bestias del norte, hijos del hielo, aguerridas bestias que a los ojos de chico, parecían crecer a cada mirada. Cada vez más grandes, cada vez más fuertes, cada vez más feroces. Los rostros del diablo hecho hombre, y sus vástagos dispuestos a descender por la ladera para rebanar cabezas y alimentarse de sus cuerpos mitigados.

Tras una escueta charla, el general que se había adelantado para entablar pacto con el general enemigo, volvió tras sus pasos con galope enérgico y expresión tensa. Sus ojos vaticinaban una batalla pródiga y cruenta. Los hombres al verlo llegar endurecieron sus lamentos, y buscaron el arrojo suficiente entre sus entrañas ya acostumbradas al batir de las espadas. El chico comprendió que no había marcha atrás, que quién se rezagara un paso, sería un traidor a la causa y al pueblo, un desterrado a los ojos de sus compañeros. El general se dispuso frente al ejército y levantó su espada. La señal de ataque, el símbolo del poder de sus soldados, la llamada al valor.

-¡Quizá sobrevivamos a la tempestad o quizá nos espere la muerte en esta tierra, pero moriremos con honor, como soldados! ¡La gloria de nuestro pueblo, de nuestra sangre derramada, nos abrirá las puertas del cielo y nos acogerá como a héroes! ¡Nuestro valor será nuestro nombre, nuestra espada será nuestra palabra y nuestra victoria será nuestra vida!

Los hombres prorrumpieron en una atronadora explosión de gritos y vítores, mientras se inyectaban sus ojos por la sangre de la ira ante la arenga del general. Por un instante parecía que solo ellos alimentaban la cacería y que sus enemigos no eran más que piezas a las que cazar para saciar su hambre. Como un enjambre de necios, los soldados, con su espada desenvainada, golpeaban con fiereza su escudo tratando de amedrentar a quienes los observaban desde la lejanía, pero ninguno de ellos huyó. Sus miradas continuaban incrustadas en las corazas rivales, buscando el resquicio por el que introducir el filo de la espada y atravesarlo de lado a lado. Apenas se podía mantener la formación cuando las tropas del norte, aquellos hombres de piel de oso emanaron de su terreno para avanzar hacia la boca del infierno empuñando las espadas y vociferando desgarradores aullidos más propios de los lobos que de los hombres. Al momento, el general dio al orden y las trompetas dibujaron en sonidos la señal de carga. El chico miró a su alrededor, respiró hondo y dio la espalda a su miedo y sus lejanos recuerdos de casa, para salir a la carrera al encuentro del enemigo.

Justo en medio, en ese pequeño terraplén las fuerzas chocaron como lo hacen los rayos con las rocas. Los aceros aullaron con los aceros, los cuerpos percutieron al tiempo contra los cuerpos, la sangre saltó de los seres que aun vivos se descomponían a trozos convirtiendo la batalla en un puzzle de cabezas rebanadas y miembros desgarrados. Bajo el sol de la mañana, la verde pradera tornó al rojo espeso de la sangre derramada. La tierra otrora fértil y vivaz, se ahogaba entre los lamentos de aquellos desgraciados que dejaban sus sueños y sus almas por una meta extraña, incapaces de saborear el futuro por el cual dejaban su vida en manos de los dioses. El chico trataba de no pensar más que en evitar las embestidas salvajes. Mas aferrado a su escudo que a su espada, luchaba por permanecer en pié entre los caídos y moribundos. De repente sacó su mano por entre la confusión y sintió como su espada chocaba con algo. Lo atravesaba, un cuerpo ajeno quedaba incrustado hasta su muñeca. Petrificado por la impresión de su primera presa el chico lo miró a los ojos y le vio perecer ante él. Sus facciones duras y curtidas por el sol del norte, temblaron y se sacudieron entre convulsiones, sus ojos se volvieron blancos como la nieve, el aire escapó de un golpe de sus pulmones y se desplomó. El chico por un momento perdió el norte mientras le veía caer.

Un agudo dolor recorrió su semblante. Un pinchazo fuerte e intenso recorrió todo su cuerpo desde su costado hasta sus dedos. Algo había entrado en él y salido con la velocidad de un trueno. La sangre brotaba por un lado de su ser empapando sus ropas y sus manos. Su vista se nubló y su escudo cayó a tierra. El chico, en solo unos segundos, había tanteado los dos sabores que brotaban de la batalla. La herida ajena y el dolor propio. Su cuerpo se desequilibró, sus fuerzas huyeron prestas de sus entrañas, y su semblante encogió mientras se abalanzaba hacía tierra, hacía el verde césped de la planicie, hacía el sombrío rojo de la sangre que lo regaba.

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