martes, 3 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 1 - Inquietud

Canto I – Inquietud

El fuego pace mustio esta noche. Como almas errantes, los hombres se arremolinan, ausentes e inquietos, alrededor de las hogueras que alumbran el campamento en su indemne oscuridad, con la mente perdida y los pasos vacíos. No hay espacio para el sueño. Pocos son los hombres que acomodan sus cabezas al abrigo del frío invernal que sacude sus huesos, para tan solo adormecer un instante sus miedos. Menos aun son los que dejan de lado su espada y su escudo que han de salvar su vida del arrojo de las huestes del demonio. Descarriados en tierra ajena, lejos del agua de los pozos y las legumbres de sus huertos, que aun crecen en su hogar distante y oculto ya a los recuerdos, los guerreros entonan en leve canto en murmullos, al arrullo del viento, envuelto en lazos de plegarías y llantos ahogados, por el destino que los aguarda allá en el campo de batalla, al filo de las espadas.

El camino sombrío que los ha guiado, se desvanece entre necedades de un retorno a casa, que a muchos se les antoja utópico. Difícil les es a los soldados dibujar una sonrisa en sus rostros, pues tenue y frágil, pronto perece al recuerdo de batallas pasadas. Un soldado revisa su espada. Trata de entenderla, de hablarla, de acordar fidelidad mutua para salir ambas indemnes de la refriega, de actuar a la vez como un solo brazo en el fragor de las espadas. Su rostro es joven, aun a punto de despertar a la vida, incapaz de comprender la magnitud que tomará el destino en solo unas horas, pero cegado a las palabras de su general al jurar que los dioses les esperan y acompañan.

El chico pierde su mirada en el fuego. Chisporrotea vivo y jovial, como en las fiestas de su tierra natal. En sus llamas alcanza a distinguir la mirada orgullosa de su padre y los ojos asustados de su madre, vislumbra sus juegos de infancia, las sonrisas de sus amigos, los ojos de su amor abandonado por las ropas de guerra a quien su alma anhela por retornar y sentir su caricia de nuevo, aunque solo fuera un roce, un suspiro. Pero alza su cabeza un instante al frente, allí donde alcanza la vista al alumbrar de las hogueras, y solo oscuridad e incertidumbre le albergan, el desconsuelo de un chico alejado de casa, en tierra desconocida, empapado de un odio desconocido, rodeado de hombres desconocidos, con su acero como único amigo.

Tras meses de campaña. Por fin había llegado la hora de ajustar cuentas. La gran batalla estaba próxima, las últimas estrellas mostraban su recelo por la tragedia que había de vislumbrar en poco tiempo. El soldado negaba al destino como lo hacen los condenados, pero el futuro ya no alentaba en sus manos. El silencio del campamento aterraba emanando una tensión imperceptible a la vista, pero sensible a los nervios. Los rezos se hacían eternos a las voces apagadas de los hombres que buscaban una última expiación a sus pecados, antes de que el vigor que los hacía caminar, abandonara sus entrañas, y sus cuerpos robustos y jóvenes alimentaran por siempre las raíces de esta tierra extraña. Esa desazón los mantenía despiertos pese a las órdenes que los mandaban dormir, pese al agotamiento y el frío, las palabras no alcanzaban más que a ofrecer su mano para mitigar la angustia de los corazones encogidos que vagaban por entre las tiendas, cuando aun la noche cerrada abrazaba los recuerdos y los sueños de los soldados, dispuestos a derramar su sangre en batalla, allí en la planicie, por la gloria de su pueblo.

La noche viraba ausente hacia el día siguiente, pese a los ruegos del joven soldado, capaz de vender su alma por una noche sin fin. Las primeras luces de día llamaban con vehemencia a las puertas de la luna que cesaba su reinado. Una suave claridad asomaba por el horizonte, como un espejismo en mitad del desierto. Las hogueras hacían tiempo que habían comenzado a mitigar su vivacidad al encuentro del rocío del amanecer y solo una tenue humareda recordaba su exigua existencia.

Los hombres, algunos aun en vela, se parapetaban con sus ropas de guerra como si fueran a una fiesta de disfraces. Pocos hablaban no más que para dar órdenes. Algunos se abrazaban tratando de desearse buena fortuna... o despedirse. Andaban de un lado a otro nerviosos y enrabietados, con las espadas listas y los escudos reparados. Poco a poco, todos los soldados estaban en pié y listos para formar. El chico los observaba impertérrito, ocultando su miedo bajo un halo de falsa conciencia guerrera, mientras se mezclaba entre los hombres, esperando las órdenes de sus superiores.

Sus palabras se clavaron a fuego en su mente hasta destrozar sus nervios.

-¡Soldados a formar, en columnas de a dos! – gritó el general - ¡Marchen hacía sus posiciones, la gloria les espera, los dioses nos son propicios! ¡Hoy será un gran día!

Pero al chico le temblaba el cuerpo entero. Los ojos de los hombres resplandecían de odio y se cerraban de miedo mientras caminaban hacia la llanura. A partir de ese momento nada sería igual. Ya no había paso atrás, no había camino de vuelta al hogar, a las hogueras, al último reducto de humanidad que aun alentaba en sus almas. Las últimas gotas de sangre que circulaban por sus venas. La línea que separaba al hombre de la bestia.

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