lunes, 26 de julio de 2010

La mala costumbre de apalear a los ídolos

La mala costumbre de apalear a los ídolos. A aquellos que con sus actos marcaron un camino, un ejemplo, una imagen a respetar, pero a los que se está tan predispuesto a degradar. Así somos, es inevitable. Ruines, envidiosos y con el insulto por bandera. No cejamos hasta rebajar a quienes fueron capaces de superarse y trataron de mostrar algo más de lo que el resto conseguiremos nunca ni aunque viviéramos mil vidas. No nos contentamos con lo que tenemos, y por eso estamos tan preocupados en desvirtuar los logros ajenos, aunque no nos hagan ningún daño.

Parece que duele al orgullo mostrar respeto. Mirar a la cara de los que han luchado por ser grandes y ser capaces de quitarnos el sombrero por la admiración ganada a pulso. Por tradición somos así de simples. Tratamos de buscar oscuridad donde solo hay luz. Si podemos, pondremos la zancadilla al más veloz, subiremos el listón a quién vuele más alto, sellaremos los labios al mayor de los sabios. Y todo por no ser capaces de masticar nuestras limitaciones y digerir el fracaso, cuando este acude a nuestra llamada.

Así nos va y así nos irá siempre. La ofensa es gratuita. La humillación es tan fácil de recibir como de dispensar, y así, aquellos que se dejaron la piel por unos ideales, unos valores, unos sueños vivirán siempre con la diana el pecho de la impotencia ajena y el bajo límite de la cultura por ese respeto olvidado.

martes, 18 de mayo de 2010

Aferrado a su maleta

El hombre se pasó el brazo por la frente, para limpiar el sudor que se acumulaba entre los pliegues de las arrugas que poblaban su frente, cuando vio llegar al tren y las puertas se abrieron ante él. Asió el asa de su maleta con tensa firmeza y se quedó mirando esa puerta, ansioso, tensionado, impaciente. Se imaginó dentro de él. Pensó en el viaje, en las montañas y ríos que vadearía, en los campos que de verde tornarían al amarillento pasto secado por el sol. Pensó en el momento en el que llegaría a casa, de nuevo al hogar tras tantos años alejado. Volvería a ver a esa mujer abandonada, a esos hijos olvidados, y retomaría esa vida a la que una vez dio la espalda.

Todo eso pensó, con los dedos agrietados sujetando nerviosamente la maleta, pero no se movió. El silbato anunció la partida del tren pero el hombre permaneció sentado. Quieto, inmóvil como si formara parte de las mismas paredes de la estación, siguió con la mirada como se marchaba, entonces bajó la cabeza y musitó unas palabras quedas, tan solo audibles a sus propias entrañas. El hombre, apoyándose tembloroso en el banco, se puso en pie y se dirigió con pesados pasos hacia la salida, mientras ese tren, que tatas veces esperó pero nunca se atrevió a coger, se alejaba de vuelta a casa.


Versión reducida para el concurso de Renfe:

Limpió el sudor de la vejez de su frente cuando vio llegar el tren, impaciente, aferrado a su maleta. Pensó en el viaje, en el momento en el que llegaría al hogar tras tantos años alejado. Volvería a ver a esa mujer abandonada, a esos hijos olvidados, y retomaría esa vida pasada.

Todo eso pensó pero no se movió. Vio al tren macharse, bajó la cabeza y musitó unas palabras. Entonces se dirigió a la calle, mientras ese tren, que tantas veces esperó pero nunca se atrevió a coger, se alejaba de vuelta a casa.

jueves, 29 de abril de 2010

Dejarse la vida en el cielo

Dejarse la vida por pasión, involuntariamente, pero consciente de que existe esa posibilidad. Sin embargo, el espíritu ciega al osado y no siempre es gloria lo que espera al otro lado de las nubes.

Tolo Calafat, alpinista español, ha hallado su muerte a 7500 metros de altura, donde se roza el cielo con los dedos y el oxigeno se convierte en piedras que anegan los pulmones. En la cabeza de Annapurna, la cima más homicida del mundo, cuando buscaba el regreso a un lugar seguro tras alimentar su alma con el goce del objetivo cumplido y el anhelo saciado.

¿De verdad vale tanto la pena?, para quién no comparte la afición, sin duda es un gesto descerebrado e irresponsable, poco solidario con aquella familia que deja vacía; para quienes entienden los deseos del apasionado que busca su romance con las cumbres, quizá no haya mejor tumba para un montañero que el de la nieve de un techo alto, muy alto.

No puedo imaginar que podía pasar por la cabeza de ese hombre, que débil y agotado, siente exhalar su último suspiro, solo, en silencio y casi abandonado, por el desafío suicida que supone volver en su buscar y cargar con su cuerpo agónico. Puede que pensara en los suyos, puede que se relajara y abriera bien los ojos para contemplar el extraordinario lecho que le velará para siempre, o simplemente puede que el cerebro dejara de respirar a la vez que él y se quedara dormido en el hielo.

Son muchos los que no han vuelto del lugar donde a robar sus sueños. Como Óscar Pérez, que esperó una mano que le sacara de la montaña, hasta que el aliento se congeló en sus entrañas, como Iñaki Ochoa, Juan Antonio "Atxo" Apellániz, los míticos Irvine y Mallory o como tantos otros que, entre peñascos, frío y viento, no volvieron de aquellas cumbres que entendían que les pertenecían por el derecho propio que les empujaba a sentirse vivos.

Morir por una pasión, por un sueño, puede que sea un precio demasiado alto, pero es un dinero en forma de sangre y recuerdos, que muchos pagarían gustosos solo por eso mismo, poder sentir que la vida tiene sentido, que hay algo por lo que luchar, por lo que exigirse a uno mismo el alcanzar los límites de su propia resistencia, por hacerse valer más de lo que nunca se creyó ser capaz, y en el momento en que te alcance la muerte, poder mirar en tu interior y a los ojos de aquellos que permanecieron a tu lado, con el brillo de quiénes han saboreado la miel de sentirse completos.

Que las más bellas cumbres del cielo te acojan, ahora te será fácil llegar a ellas.

lunes, 19 de abril de 2010

Por aquellos que lucharon

Levantó la vista del suelo embarrado y cubierto de sangre, y le vio frente a él. Parecía como salido de otro mundo con su impecable traje negro y su camisa blanca. Impoluto, esbelto y elegante, su imagen contrastaba con la del muchacho que permanecía acurrucado en la trinchera con las ropas corroídas y cosidas a bocados de guerra, mientras se sujetaba el casco sobre el cuál silbaban las balas, que del enemigo que les rodeaban, buscaban sumergirse entre sus entrañas. Sin embrago, en ese hombre de negro, las balas parecían bailar a su lado, como si se desviaran a propósito por miedo a impactar en él.

Aquello no podía ser real. El chico se frotó los ojos con manos temblorosas pero aquella figura permanecía allí indemne a las explosiones y la inmundicia. Trató de balbucir alguna pregunta, pero la sequedad de la batalla había agrietado su garganta. El hombre lo miraba como se le mira a un niño asustado de su propia sombra. Parecía incluso sonreír, gozoso de poder sentir como el miedo del muchacho hedía en el ambiente. La sangre, los muertos, el odio que imperaba entre ejércitos, le alimentaba los sentidos como un sádico almuerzo.

-Si chico, soy quién crees, la semilla que germina este paraíso –le dijo.

¿El Diablo?, ¡maldita sea, el mismísimo Diablo!, ¿pero cómo?, ¿era cierto que existía o su cordura apremiaba a abandonarle como a tantos otros? Hizo un ademán de levantarse, pero el estallido de una bala junto al borde de la trinchera lo echó de nuevo a tierra.

-No levantes la cabeza aún, chico, antes tenemos que llegar a un acuerdo.

El soldado volvió a mirar al hombre y trató de encontrarle sentido a sus palabras.

-¿Qué haces aquí?, ¡qué quieres de mí!

El Diablo sonrió con soberbia.

-Pues lo que siempre he querido. Te haré salir de aquí, limpio y decoroso, como un héroe inmortal. Vivirás cien años si así lo quieres. Todo cuanto desees, será tuyo y ningún exceso herirá tu cuerpo. Puedes tener todo eso o este barro inmundo por el que ahora te arrastras.

-¿Me darás todo eso?, ¿todo cuanto te pida?, ¿y cómo pretendes que te lo pagué?

-Es sencillo – respondió el Diablo con suma cordialidad, - véndeme tu alma.

Por un instante el chico permaneció en silencio con la mirada perdida en la bruma que creaba la pólvora. Trató de controlar sus emociones, el batir de su pecho con cada bocanada nerviosa y se sujetó las manos mientras las observaba. Entonces levantó la vista, sereno como si no hubiera guerra a su alrededor, y miró al Diablo a los ojos.

-Mira mis manos, no dejan de temblar. Estoy sucio y cubierto de sangre ajena y propia. Ya no puedo llorar más, no queda nada en mi cuerpo más que rabia y desazón. He visto morir y he matado. Me han rogado por vivir, y aún así les he arrebatado la vida… - entonces respiró hondo y añadió - ¿acaso crees que aún tengo un alma por vender?

viernes, 12 de febrero de 2010

Ilusos

Llevaba tanto tiempo bajando ahí, que sus ojos ya se habían acostumbrado a ver en la oscuridad más allá del espacio que iluminaba el farol que colgaba a sus espaldas. De hecho, si lo hubiera apagado, no le habría costado trabajo alguno orientarse a tientas, ni encontrar las herramientas que, de tanto usar, parecían ser más la punta de sus extremidades que objetos inanimados.

Debía ser un crio apenas, solo el atisbo de un hombre, cuando empezó a trabajar en la mina junto a su padre, siguiendo una tradición familiar que escapaba a la memoria incluso de su propio abuelo. Muy pronto comenzó a troquelar sus manos a la silueta del pico y la pala y ahora, con la espalda curvada por los años de doblarse a recoger el carbón, la cara tiznada de un negro que no desaparecía ni untándola en lejía y los dedos desgastados por cientos de martillazos errados en la penumbra, el hombre no veía el momento de abrir sus ojos al sol de la mañana y desterrar para siempre el camino que le llevaba a la mina en la que tanta vida había dejado trabada en la roca.

Sus huesos se quejaban casi tanto como el estómago, pues los años de carbón, poco a poco quebraban más sus gestos al tiempo que llenaban menos sus bolsillos por un negocio que, en el pueblo, parecía exhausto y presto a perecer. Pero como hombre de arrestos que era, la queja no dibujaba trazos en su semblante más allá de lo que su mente aullaba en silencio. Bajar, acomodarse a las tinieblas, picar la piedra, recoger los restos, mandar el cargamento y volver a la superficie. Ese era su día a día, su quehacer en esta vida cruel y desalmada, el látigo de su propio designio ajeno a los sueños de riqueza y descanso.

Entre paredes negras se hallaba cuando sus ojos se quedaron petrificados en la piedra. Por un momento no creyó ver lo que veía. Se restregó los ojos tratando de limpiar las sombras y miró de nuevo. No podía ser, aquello no podía estar ahí, no era lógico, no tenía sentido. Echó las manos atrás y, con un movimiento apagó el farol y cegó la estancia. Aun en la oscuridad, ese brillo seguía ahí. Era apenas un punto en la pared, pero lo suficientemente fulgurante como para resplandecer incluso en la más absoluta oscuridad.

<¿Acaso es posible?>,- pensó, <¿un diamante en esta mina?>

Entonces se giró en redondo y se irguió cuanto le fue posible, esperando no haber soltado aquel pensamiento en voz alta. El celo de su secreto debía confinarse en lo más profundo de sus entrañas. Si es cierto que era un diamante, no debía hacerse noticia de ello. Ahí estaba su salvoconducto, su llave al exterior, su vida plena y cómoda más allá de las muescas que el carbón dibujaba en su frente. La riqueza tantas veces añorada se alzaba como por arte de magia, ante sí. De su silencio dependía su bienestar.

Entonces calló, tomo el pico y el martillo y, sin encender el farol para evitar miradas curiosas, comenzó a cavar en sigilo, con cuidado, alrededor de ese brillo que, aunque leve, mostraba que algo mayor se ocultaba tras él. A tientas, con mano sabia de tantos años de pulir destrezas, el hombre se iba acercando a esa luz que, a cada martilleo, se iba haciendo más extensa. Mientras avanzaba pensaba en que haría con tan excelso botín.

Saldría al final de la jornada, como siempre, para eludir sospechas. Llegaría a casa y, sin detenerse en el bar de cada tarde, tomaría una ducha, haría una maleta austera y básica y tomaría el primer autobús que le llevara a la gran ciudad para desaparecer para siempre de ese pueblo, de esa mina y de ese legado oscuro y lastimero. Para cuando le echaran en falta ya, con el diamante a buen recaudo, contaría con una nueva casa y una nueva vida, ajeno al pasado ausente. De tanto cambio se relamía en el vértigo de la velocidad de los acontecimientos, soñando tan despierto con cada brillo que crecía ante él. Ya lo veía salir de la piedra, ya lo veía en sus manos, ya saboreaba el porvenir de vino y rosas que le esperaba ahí fuera. Sonreía en la oscuridad como el loco que ríe al acecho de su propio mundo de fantasía.

Entonces la piedra cedió y el diamante cayó en sus manos.

Corriendo encendió el farol para contemplar su tesoro y su mirada se quebró como lo hacía el carbón bajo el pico. Todos sus sueños dibujados a grandes trazos en un suspiro, en ese mismo suspiro se estrellaron descontrolados contra un muro y perecieron en el mismo golpe. Alzó el objeto ante su rostro y se sintió llorar desgarrado. No había diamante, no había tesoro, no había más brillo que su propio reflejo, pues el diamante que creyó encontrar no era más que un espejo resplandeciente, enterrado durante milenios entre aquellas paredes. Su ánimo se sumó en una amargura profunda e hiriente, creyó morir en su interior la única puerta de cara a un futuro placentero, bajó los brazos y tiró el espejo con furia, estallando este en mis pedazos a sus pies.

Durante un momento permaneció cabizbajo, vencido y desahuciado, escuchando su propia respiración en silencio, controlando su ritmo, buscando ponerse de acuerdo con el ritmo de sus latidos tratando de que estos no cesaran su trabajo y lo abandonaran a su suerte. Tras unos minutos, el hombre pareció recomponerse, suspiró resignado, tomó el pico entre sus manos y continuó el trabajo sacando pedazos enteros de carbón, sabiendo de su tesoro perdido, pero sin preguntarse, ni por un momento, como aquel espejo podía encontrarse en aquel lugar, tan ajeno a la mano del hombre, tantos miles de años antes de que fuera inventado.

A veces la codicia es tan fuerte, que ciega hasta la razón más evidente.

miércoles, 27 de enero de 2010

Amargos tragos

Extendió la mano y tomó uno de los pocos pedazos del diario que no habían sucumbido a las llamas. Entre rescoldos aún humeantes, donde los restos de la madera se mezclaban con las cenizas de su memoria, el hombre observaba como se habían consumido sus recuerdos dibujados a estertores escritos en aquellos años de sombras en los que había vivido recluido desde mucho tiempo atrás. Palabras desquiciadas y vagas, rociadas de ira y desdén, ocultas tras sus rencores. Tan viejas e inútiles como él mismo.

Sus manos agrietadas trajeron hacia sí aquel trozo de papel chamuscado, buscando las palabras que habían sobrevivido a la hoguera donde había arrojado el diario. Acercó más el papel a sus ojos cansados para poder leer aquellos antiguos trazos.

-…tu luz fue mi oscuridad. Te llevaste a quién mas amaba… - consiguió descifrar entre líneas.

Su mirada se vidrió un instante ante los recuerdos que se agolpaban. Pese a que su vejez había borrado gran parte del pasado de su memoria, en lo más recóndito de ella, en las entrañas enfurecidas que retumbaban en su cabeza de una sien a otra, aquellas palabras repicaban como si se tratara de un verbo joven recién dibujado entre líneas desgastadas.

Buscó otro de los pedazos que habían escapado a su destino. Lo observó con el rostro desencajado y leyó en bajo, casi para sí, con la voz sesgada.

-…tu llanto no apacigua mi dolor. Nunca debiste haber nacido…

Las lágrimas ahogaron su mirada y escondió la cabeza entre los pliegues de sus ancianas manos, en un sollozo intenso, mordiéndose los labios para no desfallecer. Los rencores no le habían abandonado durante años, convirtiéndose en el hombre inseguro y solitario que ahora se escondía al sol de la mañana. El silencio había pasado de bálsamo a tortura para sus días sin fin y sus noches sin sueños. Se había arrastrado, esclavo de sus propios remordimientos, por los caminos más agrestes de la cordura y se había esfumado, si es que alguna vez existió, el hombre de provecho que una vez creyó ser.

Desde que había recibido aquella llamada, no había pensado más que en sus actos del pasado, y en aquel diario donde había guardado su desdicha y que no había parado de buscar hasta hallarlo y, avergonzado, intentado destruir arrojándolo al fuego, tratando con ello de encontrar una redención a su alma. Abrumado por tanta agonía, la voz a través del teléfono, despertó el monstruo dormido de su pasado.

Entonces se vio superado por aquellos gestos que lo amordazaban. Recordó el día de su alumbramiento. Vio de nuevo el momento en el que la luz del día se tornó en tinieblas. Volvió a sentir el estremecimiento de su cuerpo al estallarle el corazón al saber que su mujer, el aliento de su vida, había perecido al dar a luz. Revivió la ira que invadió sus entrañas, como clamó al cielo por una respuesta, como lo maldijo entre aullidos por un castigo tan innecesario y esa rabia que se apoderó de su semblante hasta tornar en nauseas el cariño que buscaba aquel recién nacido, abandonándole a su suerte, incapaz de perdonarle el precio de su llegada.

El tiempo le castigó al silencio, a la soledad, al lamento entre dientes. Mitigó su desesperación entre tragos de una botella vacía, solo rellena del aíre viciado de sus propios miedos, de la añoranza de la compañía perdida, de la vergüenza de su vástago olvidado.

El timbre de su puerta le despertó de su letargo. El hombre se incorporó con torpeza, apoyándose en su viejo bastón corroído por el tiempo, y se dirigió a abrir. La pesadumbre barruntó sus facciones cuando, a través del umbral, vio presentarse a un policía perfectamente uniformado, con gesto serio y mirada escrutadora. Lo observaba con recelo, con la desconfianza propia adquirida tras años de servicio acostumbrado a saberse traicionado hasta por su propia sombra.

-¿Es usted el señor Garrido?- preguntó.

El hombre se estremeció al escuchar su nombre de boca de la autoridad, y asintió con un leve movimiento.

-¿Es el padre de Héctor Garrido?

El anciano no pudo más que bajar la cabeza, temblando por los sollozos ahogados que apenas escapaban de su garganta. Se le pasaron por la mente decenas de palabras que decir, pero todas morían antes de convertirse en sonidos. Esperó con oculta ansiedad las noticias que le traía aquel agente. Sin duda algo debía haberle pasado a ese hijo que abandonó nada más nacer y del que nunca más tuvo noticia, pese a que continuamente lo recordaba en las páginas del diario que acababa de destruir. Se preguntaba cómo sería ahora, que habría hecho en la vida, si se habría ganado respeto o desprecio, y se entristecía sabiendo que fuera lo que fuera, habría tenido que abrirse camino por su propio pié, desde niño, sin tener al lado a su padre.

La presencia del agente no urdía en él más que miedo a noticias funestas. Quizá no habría encontrado un rumbo, quizá se hubiera perdido en la maraña del destino, puede que incluso no hubiera sobrevivido a los embistes de la vida.

-¿Qué… qué le ha pasado?- alcanzó a preguntar entre dientes.

El policía lo observó con firmeza, como si tratará de descubrir su esencia en cada pupila.

-Tranquilo, señor Garrido, su hijo está bien. Hemos estado buscándole mucho tiempo. Solo debo llevar noticias sobre su existencia. Veo que aún vive, aunque no parece que le haya ido del todo bien. Ya tengo la información que necesitaba, será suficiente para él.

El viejo alzó la cabeza interrogante, con los ojos bien abiertos, superado por la situación, mientras el agente comenzaba a retirarse de la puerta.

-No se preocupe, su hijo no requiere nada de usted, ni siquiera quiere respuestas, solo conocer el rostro de aquel que nunca se preocupó por conocerle. Que tenga usted un buen día.

El policía se dio la vuelta para marcharse, cuando la voz del anciano dejó escapar un último aliento desgarrado desde lo más agónico de si mismo.

-¡Un momento!, pero, ¿quién es?, ¿dónde está ahora?

El agente se detuvo en seco, giró lentamente sobre sí mismo y dejó que el rencor acudiera a sus labios.

-¿Tan ciego estás viejo, que no ves a tu hijo ni aunque lo tengas delante?

Su alma, empobrecida desde antaño, estalló en un último lamento seco. Por un instante deseó que su vida ardiera del mismo modo que aquel diario, viendo como el que debía ser su hijo, le pagaba con la misma moneda del abandono, convertido su corazón en piedra de igual manera, cuando más se necesitaba.