viernes, 12 de febrero de 2010

Ilusos

Llevaba tanto tiempo bajando ahí, que sus ojos ya se habían acostumbrado a ver en la oscuridad más allá del espacio que iluminaba el farol que colgaba a sus espaldas. De hecho, si lo hubiera apagado, no le habría costado trabajo alguno orientarse a tientas, ni encontrar las herramientas que, de tanto usar, parecían ser más la punta de sus extremidades que objetos inanimados.

Debía ser un crio apenas, solo el atisbo de un hombre, cuando empezó a trabajar en la mina junto a su padre, siguiendo una tradición familiar que escapaba a la memoria incluso de su propio abuelo. Muy pronto comenzó a troquelar sus manos a la silueta del pico y la pala y ahora, con la espalda curvada por los años de doblarse a recoger el carbón, la cara tiznada de un negro que no desaparecía ni untándola en lejía y los dedos desgastados por cientos de martillazos errados en la penumbra, el hombre no veía el momento de abrir sus ojos al sol de la mañana y desterrar para siempre el camino que le llevaba a la mina en la que tanta vida había dejado trabada en la roca.

Sus huesos se quejaban casi tanto como el estómago, pues los años de carbón, poco a poco quebraban más sus gestos al tiempo que llenaban menos sus bolsillos por un negocio que, en el pueblo, parecía exhausto y presto a perecer. Pero como hombre de arrestos que era, la queja no dibujaba trazos en su semblante más allá de lo que su mente aullaba en silencio. Bajar, acomodarse a las tinieblas, picar la piedra, recoger los restos, mandar el cargamento y volver a la superficie. Ese era su día a día, su quehacer en esta vida cruel y desalmada, el látigo de su propio designio ajeno a los sueños de riqueza y descanso.

Entre paredes negras se hallaba cuando sus ojos se quedaron petrificados en la piedra. Por un momento no creyó ver lo que veía. Se restregó los ojos tratando de limpiar las sombras y miró de nuevo. No podía ser, aquello no podía estar ahí, no era lógico, no tenía sentido. Echó las manos atrás y, con un movimiento apagó el farol y cegó la estancia. Aun en la oscuridad, ese brillo seguía ahí. Era apenas un punto en la pared, pero lo suficientemente fulgurante como para resplandecer incluso en la más absoluta oscuridad.

<¿Acaso es posible?>,- pensó, <¿un diamante en esta mina?>

Entonces se giró en redondo y se irguió cuanto le fue posible, esperando no haber soltado aquel pensamiento en voz alta. El celo de su secreto debía confinarse en lo más profundo de sus entrañas. Si es cierto que era un diamante, no debía hacerse noticia de ello. Ahí estaba su salvoconducto, su llave al exterior, su vida plena y cómoda más allá de las muescas que el carbón dibujaba en su frente. La riqueza tantas veces añorada se alzaba como por arte de magia, ante sí. De su silencio dependía su bienestar.

Entonces calló, tomo el pico y el martillo y, sin encender el farol para evitar miradas curiosas, comenzó a cavar en sigilo, con cuidado, alrededor de ese brillo que, aunque leve, mostraba que algo mayor se ocultaba tras él. A tientas, con mano sabia de tantos años de pulir destrezas, el hombre se iba acercando a esa luz que, a cada martilleo, se iba haciendo más extensa. Mientras avanzaba pensaba en que haría con tan excelso botín.

Saldría al final de la jornada, como siempre, para eludir sospechas. Llegaría a casa y, sin detenerse en el bar de cada tarde, tomaría una ducha, haría una maleta austera y básica y tomaría el primer autobús que le llevara a la gran ciudad para desaparecer para siempre de ese pueblo, de esa mina y de ese legado oscuro y lastimero. Para cuando le echaran en falta ya, con el diamante a buen recaudo, contaría con una nueva casa y una nueva vida, ajeno al pasado ausente. De tanto cambio se relamía en el vértigo de la velocidad de los acontecimientos, soñando tan despierto con cada brillo que crecía ante él. Ya lo veía salir de la piedra, ya lo veía en sus manos, ya saboreaba el porvenir de vino y rosas que le esperaba ahí fuera. Sonreía en la oscuridad como el loco que ríe al acecho de su propio mundo de fantasía.

Entonces la piedra cedió y el diamante cayó en sus manos.

Corriendo encendió el farol para contemplar su tesoro y su mirada se quebró como lo hacía el carbón bajo el pico. Todos sus sueños dibujados a grandes trazos en un suspiro, en ese mismo suspiro se estrellaron descontrolados contra un muro y perecieron en el mismo golpe. Alzó el objeto ante su rostro y se sintió llorar desgarrado. No había diamante, no había tesoro, no había más brillo que su propio reflejo, pues el diamante que creyó encontrar no era más que un espejo resplandeciente, enterrado durante milenios entre aquellas paredes. Su ánimo se sumó en una amargura profunda e hiriente, creyó morir en su interior la única puerta de cara a un futuro placentero, bajó los brazos y tiró el espejo con furia, estallando este en mis pedazos a sus pies.

Durante un momento permaneció cabizbajo, vencido y desahuciado, escuchando su propia respiración en silencio, controlando su ritmo, buscando ponerse de acuerdo con el ritmo de sus latidos tratando de que estos no cesaran su trabajo y lo abandonaran a su suerte. Tras unos minutos, el hombre pareció recomponerse, suspiró resignado, tomó el pico entre sus manos y continuó el trabajo sacando pedazos enteros de carbón, sabiendo de su tesoro perdido, pero sin preguntarse, ni por un momento, como aquel espejo podía encontrarse en aquel lugar, tan ajeno a la mano del hombre, tantos miles de años antes de que fuera inventado.

A veces la codicia es tan fuerte, que ciega hasta la razón más evidente.