lunes, 24 de noviembre de 2008

Discípulos de Murphy

Tan solo frunció el ceño cuando su coche se detuvo titubeante en medio de la nada, en una carretera perdida y andrajosa en mitad de la noche, en un lugar donde lo mas civilizado que se llegaba a intuir no eran mas que el asfalto de la carretera y los cables del teléfono que se extendían a su lado. Ni aun hambriento, exhausto y adormilado se quejó.
Como no se quejó cuando su irascible jefe le llamó al despacho por la mañana y, tras un amistoso cruce de descalificaciones, le echó de una patada con su contrato hecho añicos para que pudiera digerirlo con mayor presteza. Como no se quejó cuando al bajar a la calle, aquel amable agente de la ley decidió obsequiarle con un sencillo regalo en forma de multa por aparcar frente a ese vado oculto e inútil, dándole 90 buenas razones para sonreír. Igual que no salió sonido alguno de sus labios cuando, tras despedirse de su nuevo amigo, se sentó en su coche y sintió como el mismo infierno le hervía el culo tras haber estado durante horas aparcado al sol.
Tampoco se quejó cuando más tarde, en aquel despejado semáforo abierto, aquella entrañable ancianita detuvo su coche en seco y este, embalado, transformó sus recientemente adquiridos nuevos faros en nueces aplastadas, preparadas para ser devoradas sin apenas masticar. Ni si quiera abrió la boca cuando su novia le llamó, loca de entusiasmo, para decirle que había decidido olvidarle, que había conocido a alguien mejor, que cuando pudiera le devolviera las llaves de su casa.

Tan absorto estaba en el agradable resoplar de la brisa de media tarde, que no se quejó cuando aquel simpático chico chocó contra él en mitad de la calle, dejando esparcido a sus pies el bocadillo que compró en el único bar abierto que pudo encontrar aun sirviendo algo que llevarse a la boca, antes incluso de haberle podido dar una dentellada. Ni lamentarse pudo cuando sus ropas recién estrenadas, tras haberlas comprado en la tienda mas cara de la ciudad, se tornaron de un marrón negruzco cuando tropezó con aquel agujero que se escondía entre la acera, y dio con sus huesos en el único charco embarrado que había sobrevivido a la tormenta del día anterior. Y ni aire apenas salió de sus entrañas cuando al llegar a casa, su llave decidió ceder en su postura, para girar de una parte sí y de otra no, y dejar en la cerradura la mitad de sí misma al partirse en dos.
Por eso había decidió largarse. Coger el coche y conducir sin rumbo ni prisa. Alejarse de la luz y el aliento de los extraños que le rodeaban, pero no imaginó que también este le fallaría ese día.

Encendió la radio al azar y una amena cantinela brotó de ella. Era un silbido energético y divertido que invadió sus oídos y su mente hasta dejarle prendado. Entonces una voz tarareó unas palabras.
"… don´t worry, be happy now… ".

Su rostro se desencajó al instante. La sangre se agolpó martilleando sus sienes al tiempo que sus ojos miraban desorbitados la radio. Su cuerpo se sacudió violentamente y se abalanzó enrabietado hacía ella, mientras sus labios se abrían por primera vez en todo el día gritando:
-¡¡¡Hijos de puta!!!.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Siervos (almas vendidas)


¡Ja, ja, ja!, pobres ignorantes. Ingenuos cuerpos moribundos. Creéis que podéis escapar y cada minuto estáis más en mis manos. No puedo más que reírme de vuestra incompetencia, de vuestra inútil esperanza de huir de mí y nunca habéis estado más atados a mis garras.
Queréis el bien para el prójimo, pero vuestra envidia os hace desear ese bien para vosotros, entonces sois míos.
Señaláis al demonio que anda suelto entre vosotros, pero es vuestra soberbia la que os hace creer que sois mejores que ellos, entonces sois míos.
Proclamáis que quién a hierro mata a hierro muere, sin daros cuenta de que ambos os convertís en la misma calaña con distinto disfraz, entonces sois míos.
Juráis y perjuráis en vuestras iglesias que entregáis todo cuanto poseéis por un pedazo de cielo, y ya solo por jurar sois míos.
Mentís, odiáis, entonáis dulces palabras con hipocresía rociadas. Deseáis el mal, ceñís rencores, codicia, falsos abrazos. Envenenáis la tierra que os alimenta, estancáis el agua que sacia vuestra sed, nubláis ese cielo por el que suspiráis, y siempre por ello sois míos.
Míseros desgraciados, almas errantes y desdichadas. ¿Dónde pretendéis esconderos? Yo siempre estoy ahí, sé que me escucháis, sé que me servís. Queréis huir pero vuestro camino acaba llevándoos hacia mí. Bien que lo sabéis ¿no es verdad?

lunes, 10 de noviembre de 2008

La cultura del miedo


Tan fácil es vender el miedo como lo es vender pan cada mañana. Solo necesitas ponerlo a mano y generar esa necesidad que, de tanto alimentarse, termina siendo sembrada como imprescindible. La mente humana, que fracasa tan a menudo en su continuo intento de ser valiente, es tan débil que poco tarda en doblegar sus rodillas al menor atisbo de peligro, aunque ese peligro solo viva en aquellos que necesitan de él para poder hacer prevalecer su palabra.

Hace poco de cumplieron 70 años de la mítica emisión radiofónica que hizo Orson Wells de la obra de H. G. Wells, “La guerra de los mundos” en la que consiguió llegar a lo más ingenuo de los hombres que salieron a la calle aterrados por esos marcianos que habían llegado a conquistar La Tierra, sin darse cuenta en su ignorancia de que no se trataba más que de una recreación dramatizada de un libro de ciencia ficción.
Tan simple es el ser humano. Tan frágil, asustadizo y fácil de manipular, capaz de tragarse un vaso de agua vendido como un vino de crianza. Tan estúpido a veces como para dejar de un lado sus creencias, su propia opinión, para tomar prestada la palabra de otros, y dejar que piensen por él. Tan vacío que del miedo hacen su estandarte y el objeto de sus actos, escuchando como borreguitos a aquellos más espabilados que hacen de nosotros títeres sin voz, ni voto, ni voluntad.

Desde aquella emisión de radio de 1938 han pasado muchos años, pero el hombre no parece haber cambiado. Seguimos cayendo en las mismas trampas, seguimos siendo igual de inocentes creyéndonos los demonios que otros nos venden, solo que ahora ya no se les llama marcianos, se les llama radicales, se les llama salvajes… y eso solo por tener sus propias ideas, sin darse cuenta de que el mayor enemigo que tenemos somos nosotros mismos.
Ahora me estoy leyendo esa “La guerra de los mundos” a ver si es solo un cuento… o acabo huyendo a las montañas. Bueno, conociéndome, iré haciendo las maletas.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Cimientos en ruinas


El mundo se le vino a sus pies cuando pudo contemplar el resultado de su obra. Tras años de observación y corrección continua, el control con el que había contado sobre su experimento desde que lo ideó, había mutado hasta hacerse intratable y desprenderse de sus manos como lo hace la piel seca y nauseabunda. Ya no ejercía sobre el proyecto ningún tipo de poder.
Decepcionado y entristecido, había visto como aquel trabajo que tanto tiempo le llevó poner en marcha, se deshacía entre sollozos ahogados al tiempo que derruía con ellos los sueños de sus primeros días. La decadencia se había aferrado a los cimientos con tal presteza, que pronto sus columnas se habían doblado y quebrado como lo hacen las livianas ramas a la batida de los vientos de invierno, hasta sumir a la luz en una oscuridad espesa y agobiante, capaz de encadenar la cordura del más sensato de los hombres a una esclavitud eterna, más allá de la viva tierra que los rodea.
Con los ojos entrecerrados, contempló por última vez su obra. Una triste mueca brotó de su rostro tratando de compadecerse de su proyecto, casi tanto que de sí mismo. En sus ojos, las ruinas de su mundo apenas se discernían entre sus lágrimas, que brotaban tenues pero imparables, rehogando sus mejillas con un suave y húmedo lamento.
No se podía hacer nada ya. No encontraba manera de enderezar su rumbo perdido y vendido a precio de saldo al primer desgraciado con algo que ofrecer, aunque eso mismo no fuera más que miseria. Odio, ira, envidia, soberbia, maldad, egoísmo, maltrato, destrucción… tantas palabras necias, tanto sufrimiento vano.

Con el gesto mermado por la desilusión, decidió acabar con la prueba. Fracasado en su cruzada, Dios se levantó de su silla, fue hasta el interruptor y apagó la luz del mundo que un día creó.