jueves, 29 de abril de 2010

Dejarse la vida en el cielo

Dejarse la vida por pasión, involuntariamente, pero consciente de que existe esa posibilidad. Sin embargo, el espíritu ciega al osado y no siempre es gloria lo que espera al otro lado de las nubes.

Tolo Calafat, alpinista español, ha hallado su muerte a 7500 metros de altura, donde se roza el cielo con los dedos y el oxigeno se convierte en piedras que anegan los pulmones. En la cabeza de Annapurna, la cima más homicida del mundo, cuando buscaba el regreso a un lugar seguro tras alimentar su alma con el goce del objetivo cumplido y el anhelo saciado.

¿De verdad vale tanto la pena?, para quién no comparte la afición, sin duda es un gesto descerebrado e irresponsable, poco solidario con aquella familia que deja vacía; para quienes entienden los deseos del apasionado que busca su romance con las cumbres, quizá no haya mejor tumba para un montañero que el de la nieve de un techo alto, muy alto.

No puedo imaginar que podía pasar por la cabeza de ese hombre, que débil y agotado, siente exhalar su último suspiro, solo, en silencio y casi abandonado, por el desafío suicida que supone volver en su buscar y cargar con su cuerpo agónico. Puede que pensara en los suyos, puede que se relajara y abriera bien los ojos para contemplar el extraordinario lecho que le velará para siempre, o simplemente puede que el cerebro dejara de respirar a la vez que él y se quedara dormido en el hielo.

Son muchos los que no han vuelto del lugar donde a robar sus sueños. Como Óscar Pérez, que esperó una mano que le sacara de la montaña, hasta que el aliento se congeló en sus entrañas, como Iñaki Ochoa, Juan Antonio "Atxo" Apellániz, los míticos Irvine y Mallory o como tantos otros que, entre peñascos, frío y viento, no volvieron de aquellas cumbres que entendían que les pertenecían por el derecho propio que les empujaba a sentirse vivos.

Morir por una pasión, por un sueño, puede que sea un precio demasiado alto, pero es un dinero en forma de sangre y recuerdos, que muchos pagarían gustosos solo por eso mismo, poder sentir que la vida tiene sentido, que hay algo por lo que luchar, por lo que exigirse a uno mismo el alcanzar los límites de su propia resistencia, por hacerse valer más de lo que nunca se creyó ser capaz, y en el momento en que te alcance la muerte, poder mirar en tu interior y a los ojos de aquellos que permanecieron a tu lado, con el brillo de quiénes han saboreado la miel de sentirse completos.

Que las más bellas cumbres del cielo te acojan, ahora te será fácil llegar a ellas.

lunes, 19 de abril de 2010

Por aquellos que lucharon

Levantó la vista del suelo embarrado y cubierto de sangre, y le vio frente a él. Parecía como salido de otro mundo con su impecable traje negro y su camisa blanca. Impoluto, esbelto y elegante, su imagen contrastaba con la del muchacho que permanecía acurrucado en la trinchera con las ropas corroídas y cosidas a bocados de guerra, mientras se sujetaba el casco sobre el cuál silbaban las balas, que del enemigo que les rodeaban, buscaban sumergirse entre sus entrañas. Sin embrago, en ese hombre de negro, las balas parecían bailar a su lado, como si se desviaran a propósito por miedo a impactar en él.

Aquello no podía ser real. El chico se frotó los ojos con manos temblorosas pero aquella figura permanecía allí indemne a las explosiones y la inmundicia. Trató de balbucir alguna pregunta, pero la sequedad de la batalla había agrietado su garganta. El hombre lo miraba como se le mira a un niño asustado de su propia sombra. Parecía incluso sonreír, gozoso de poder sentir como el miedo del muchacho hedía en el ambiente. La sangre, los muertos, el odio que imperaba entre ejércitos, le alimentaba los sentidos como un sádico almuerzo.

-Si chico, soy quién crees, la semilla que germina este paraíso –le dijo.

¿El Diablo?, ¡maldita sea, el mismísimo Diablo!, ¿pero cómo?, ¿era cierto que existía o su cordura apremiaba a abandonarle como a tantos otros? Hizo un ademán de levantarse, pero el estallido de una bala junto al borde de la trinchera lo echó de nuevo a tierra.

-No levantes la cabeza aún, chico, antes tenemos que llegar a un acuerdo.

El soldado volvió a mirar al hombre y trató de encontrarle sentido a sus palabras.

-¿Qué haces aquí?, ¡qué quieres de mí!

El Diablo sonrió con soberbia.

-Pues lo que siempre he querido. Te haré salir de aquí, limpio y decoroso, como un héroe inmortal. Vivirás cien años si así lo quieres. Todo cuanto desees, será tuyo y ningún exceso herirá tu cuerpo. Puedes tener todo eso o este barro inmundo por el que ahora te arrastras.

-¿Me darás todo eso?, ¿todo cuanto te pida?, ¿y cómo pretendes que te lo pagué?

-Es sencillo – respondió el Diablo con suma cordialidad, - véndeme tu alma.

Por un instante el chico permaneció en silencio con la mirada perdida en la bruma que creaba la pólvora. Trató de controlar sus emociones, el batir de su pecho con cada bocanada nerviosa y se sujetó las manos mientras las observaba. Entonces levantó la vista, sereno como si no hubiera guerra a su alrededor, y miró al Diablo a los ojos.

-Mira mis manos, no dejan de temblar. Estoy sucio y cubierto de sangre ajena y propia. Ya no puedo llorar más, no queda nada en mi cuerpo más que rabia y desazón. He visto morir y he matado. Me han rogado por vivir, y aún así les he arrebatado la vida… - entonces respiró hondo y añadió - ¿acaso crees que aún tengo un alma por vender?