jueves, 26 de febrero de 2009

Desterrados

Frotaba sus manos con insistencia tratando de encontrar un calor que evitara que volvieran a amoratarse. Los guantes que cubrían sus manos, se cortaban al llegar a sus dedos de piel quebradiza y ennegrecida por la suciedad, cuya uñas parecían estar a punto de caerse al primer roce, pero que como pegados por esa misma suciedad reseca, mantenían su lugar con una decoro angustioso.
Con movimientos pesados y torpes, el hombre tomó asiento y respiró hondo mientras abría los ojos de par en par para intentar vislumbrar algo entre la noche que ya caía en la ciudad. Unas voces en su interior, ya de lustre y veteranía a sus oídos, discutían viejos asuntos que parecían no cercenar nunca.

-¿Me puedes explicar que estamos haciendo aquí? – preguntaba encolerizado el pasado.
-Calla y no canses más este cuerpo, que hoy necesita más reposo que disputas - contestó el presente.
-Siempre con evasivas, estoy cansado de respuestas vanas, ¿quiero saber en que estabas pensando para acabar aquí?
-¿En qué pensaba?, pues en nada, en querías que pensase. Si por un momento hubiera logrado ser dueño de mi mente, mis actos hubieran sido distintos. – contempló el presente.
-¡Maldito estúpido!, lo teníamos todo, toda una vida de trabajo, años de esfuerzo para conseguir tenerlo todo y vas tú y lo liquidas en un instante, tú y tu desgraciada voluntad.

El hombre agachó la cabeza y encogió el cuello entre los hombros, buscando que las solapas corroídas de su chaqueta lo cubrieran del frio de diciembre. Entonces alargó la mano, cogió la botella de vino y le pegó un buen trago, dejando que unas gotas furtivas empaparan su frondosa y encrespada barba.

-Sí, eso, muy bien, coge la botella,- protestó con rabia el pasado, - aférrate a ella como siempre haces, a esa botella que te hizo esclavo y nos condenó a todos a esta miseria. Esa que embriaga nuestra mente hasta convertirnos en un bufón.
-¡Oh, cállate de una vez!,- contestó el presente - deja que trate de mitigar al menos esta tortura. Una vez me hice amigo de este endiablado líquido y ya no sé cómo darle la espalda. Te juro que lo intento, pero tropiezo entre sombras cada vez que trato de levantarme. No hay manos que me ayuden a caminar, las únicas que poseo son estas que ves agrietadas, y ya solo están moldeadas para agarrar este cristal.
-Sí, claro, pobrecito que está solo y abandonado – se burló el pasado – que nadie le quiere, que le tratan como a un perro descarriado. Oh, sí, cuanto valor perdido entre sollozos, cuanta grandeza mancillada… ¡déjate ya de balbucir, cobarde!, si hubieras seguido el camino que tracé, ahora estarías sentado en tu mansión revolcándote en un lecho de rosas y no arrastrándote por unos sucios céntimos.

El hombre se agitó incómodo entre los cartones que acomodaba a modo de colchón, para apaciguar en lo posible la dureza de la acera. Sin un techo sobre su cabeza, esperaba esperanzado que no arreciara la lluvia que a veces acompañaba a ese frío invernal que entumecía sus huesos y que tantas veces lo hacían huir de la esquina que había tomado por morada. El hombre se tumbó con el cuerpo encogido y cubriéndose tan solo por una vieja manta que había sacado del contenedor y que había pasado de ser un despojo del cuál librarse a una posesión más que valiosa.

-¿Y qué pretendes hacer?, ¿quedarte ahí tumbado? , ¿así es como encaras el abismo al que nos llevó tu burda estupidez?. Tumbado entre cartones no encontrarás un trabajo, ni una casa, ni la dignidad a la que hace tanto tiempo diste la espalda.
-Déjame en paz, cállate o aléjate de mí, desaparece sin dejar rastro de una vez…
-Nadie se va a ninguna parte, contéstame de una vez, ¿qué vas a hacer?, ¡háblame!...

Su semblante se batió entre dos voces, con sacudidas incontrolables y gesto brusco, como los que aferran el alma de un loco. Entonces una tercera voz se alzó tímida y temblorosa entra las que discutían, y con ella se produjo un silencio de aquellas que se creían solas. La voz surgió dulce pero asustada, de lo más recóndito de sí mismo.

-¿Y qué será de mí?, -preguntó entre dientes el futuro.

El hombre exhaló todo el aíre que albergaban sus pulmones como si su cuerpo tratara de desembarazarse de todo cuando aun le mantenía con vida. Abrió los ojos despavorido, y el demonio, en forma de desquicia, asomó a su mirada perdida y su sangre helada. Entonces el presente, con la voz cansada, dijo:

-Mirad, estoy cansado, tengo frío y me tiemblan las manos. Me duele todo el cuerpo, y esta mísera manta apenas alcanza a cubrir una pequeña parte de mí, aunque ni siquiera creo ser digno de tan endeble cobijo. A ti, pasado, te digo, que sé de mi culpa, no reniego de ella, ni me considero indemne, se bien que dejé que se pudriera en mis manos todo cuanto me relegaste, permitiendo que se deslizara entre mis dedos como lo hace la arena del desierto, y en ese mismo desierto convertí los verdes bosques y caudalosos ríos a los que me habías encaminado. Te juro que intento encontrar en mi interior el empuje que me haga estimable de nuevo y que daría mis manos y mis entrañas por volver atrás en el tiempo, pero no sé hacerlo, no tengo fuerzas.
En cuanto a ti, futuro, no puedo contestar a tu pregunta, porque no conozco respuesta alguna. Créeme que siento mucho al vacío al que te estoy condenando y si encuentro la puerta que me lleve a una luz entre tanta oscuridad, la tomaré para así evitar que derrames una sola lágrima más de las que ya he derramado yo.
Pero ahora dejadme descansar, estos huesos tienen ahora una batalla más ardua contra el frío que contra las palabras que me inundan, mañana quizá haya menos piedras en el camino, pero en este momento solo estoy yo, estos cartones, mi manta, la botella y un corazón inerte.

lunes, 16 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 3 - Desolación

Canto III - Desolación

Unas suaves gotas de lluvia resbalaron por sus mejillas hundidas entre la hierba, hasta fundirse con los regueros de agua roja que fluían entre las hojas. Como si fuera consciente de la tragedia que había sufrido la tierra que alumbraba, el sol había retirado su centellear del amanecer, mientras unas nubes vestidas de triste gris habían acudido a su llamada para cubrir su huida. Necesitaban limpiar las laderas de esa sangre que ya comenzaba a pudrirse, aunque solo fuera con unas pocas gotas, las lágrimas que brotaban del cielo para acunar a los hombres. El chico pareció desemperezarse con ellas. Sus ojos negros como el carbón de las montañas, se abrieron poco a poco mientras trataba de enfocar su vista. La cabeza le daba vueltas y una extraña sensación de sequedad empapaba su boca. Se sentía débil y cansado, como si acabara de recibir una paliza. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había perdido el conocimiento, pero se sorprendió de continuar aun respirando, de no haber visto esa luz que algunos dicen haber presenciado llamando a sus pasos, cuando los ecos de la oscuridad acechan presto sus pasos, y la muerte les recibe con una amplia sonrisa.

No debía haber pasado mucho tiempo, pues los cuerpos que yacían por todas partes, aun desprendían ese vapor caliente que expulsan aquellos cuya sangre aun fluye, sea su canto agónico o no. Tampoco sabía si su ejército habría ganado la batalla, pero comprendió al instante que no debía permanecer ahí para comprobarlo pues, de haber vencido los suyos, pronto acudirían en su ayuda, y daría su vida por salvada, pero de haber sido el enemigo, llegarían en manada a saquear los cuerpos moribundos. En esa situación, afortunado habría de sentirse aquel que fuera rematado de inmediato, pues a menudo acostumbraban a tomar a los hombres que se deshacían entre lágrimas para arrastrarlos con sus caballos, castrarlos, descuartizarlos o desollarlos vivos, para después empalarlos ante los ojos de sus hermanos.

Trató de incorporarse entre agudos pinchazos que provenían de su costado herido. Palpó con cuidado y sintió como la herida había dejado de sangrar, pero notó su enorme agujero con forma de punta de espada. De no curar pronto esa herida, podría infectarse hasta que la sangre se coagulara, y con ella su vida entera. No debía permanecer ahí tirado y se puso en pié en un esfuerzo superior a su capacidad. Alzó la vista y lo que contempló lo dejó sobrecogido. Todo el terreno, hasta donde alcanzaba la vista, estaba cubierto por los muertos de la batalla. Brazos, piernas y cabezas separadas de sus restos y desperdigadas por todas partes. Los hombres agonizantes lloraban a sus madres para que los despertara de esa pesadilla, al tiempo que lamentaban la desdicha de su alma asesinada por la mano enemiga.

Sus piernas apenas conseguían aguantar su peso. Arrastrando la espada con una mano, y la otra presionando su costado, el chico caminó tambaleante por entre los yacidos tratando de no tropezar con ellos, al tiempo que mantenía sus ojos abiertos de par en par compungido por el terror y la pena, Ni a pestañear se atrevía. Sintió como su corazón se detenía a cada paso que daba, como la humanidad que una vez albergó su interior, abandonaba su existencia pese a permanecer en pié, su cuerpo era un ente vacío absorto de recuerdos obsoletos, borrados de un plumazo de su memoria por lo que sus ojos contemplaban ahora. La inocencia de su juventud perdida al filo de las espadas, violada por la sangre y los lamentos.

Quiso ayudar a los caídos, pero no sabía cómo. Su cuerpo se retorcía de dolor por esa herida que supuraba sin descanso pese a no manar de ella más sangre de la que ya había brotado. Deseó que todo esto no hubiera ocurrido nunca, que el tiempo tornara atrás hasta aquellos días felices en su tierra natal, junto a sus amigos... junto a ella. Todos los hombres que alimentarían este campo, volverían a caminar por su propio pié, con una sonrisa y mirada franca. Ningún arma se levantaría de nuevo, ese dolor que atacaba al espíritu más que al sentido, perecería bajo el peso de la ignorancia, del desconocimiento. Pero enjuagaba de nuevo sus ojos, y todo seguía teñido de rojo, como el sol ardiendo al atardecer, cuando el sueño de la noche, el ahuyentador de pesadillas, llama con suavidad al descanso en el lecho, al abrigo de las hogueras, bajo el techo de casa.

-¿De qué había servido todo esto?, - se preguntaba el chico, - ¿acaso los dioses estarán orgullosos de su linaje?, ¿todas estas almas, su sangre, quedarán bendecidas para la eternidad?

Y sin embargo sus preguntas carecían de respuesta. Solo el silencio le respondía. Solo el breve rumor del viento y las gotas que chapoteaban por doquier, acompañaban sus dudas. Solo los llantos ahogados de los hombres que agonizaban entre temblores su valor, daban compensación a la inquietud que revolvía su estomago. Ya no sabía dónde mirar para no ver la desolación. No había rumbo hacia el que guiar sus pies destrozados por su propio peso. La guerra que había de abrirle sus ojos al mundo, al tiempo se los había cerrado bajo una llave invisible. De poco le importaba ya quién hubiese ganado la batalla, tan solo una irrefrenable obsesión por volver a casa, empujaba su semblante fuera de la planicie. Debería viajar hacia el sur, allí una vez estuvo su campamento, si es que aun existía. Si aquellos salvajes le encontraban, no dudaría es utilizar su propia espada para acabar con su vida, y así no convertirse en un títere mas de los juegos de esos bárbaros. No serviría de distracción para ellos, pero hasta entonces debía caminar como fuera, cayera cuantas veces cayera, hasta que su corazón se sintiera a salvo, lejos de la tormenta, lejos de la batalla.

lunes, 9 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 2 - Al batir de las espadas

Canto II - Al batir de las espadas

Una espesa bruma adormecía aun la planicie cuando los ejércitos tomaron posiciones sobre ella. Un camino largo y encallado les había llevado a ese lugar para poner a prueba su valentía y su honor de soldados, y ahora, a las primeras luces del alba, con las espadas aun envainadas, los recuerdos de toda una vida se disponían frente a ellos mostrando un epílogo del que no se sabía si precedería un epitafio o un punto y seguido. El chico se dispuso con una enmascarada calma en su posición en la tercera línea de infantería, justo delante de los arqueros que se atareaban en poner a punto sus arcos. La fila horizontal era enorme, descomunal, hasta donde alcanzaba la vista, un enjambre de aristas orientadas como el vallado de los huertos. Revisó con presteza su equipamiento. Su espada continuaba oculta en su cinto, su escudo de madera de los robles del norte, resplandecía con apenas unos rasguños de la última escaramuza, el peto que habría de cubrir su pecho brillaba reluciente con los primeros halos del sol del amanecer, y su yermo se erguía imponente sobre su cabeza. Con movimientos suaves, trató de relajar los músculos en tensión de su cuello, y sus cargados gemelos, consciente de que en cuanto dieran la orden tendría que salir a la carrera para batir su acero contra las huestes extrañas que ya comenzaban a arremolinarse frente a ellos, en la otra punta de la meseta.

El campo era abierto y amplio, ligeramente cóncavo hacia su punto medio, que concluía en un ligero terraplén. No había lugar a emboscadas, ni había vegetación que entorpeciera el trayecto, todo dependería entonces de la estrategia más o menos inteligente tomada por sus generales, y la templanza y destreza de los hombres en el cuerpo a cuerpo, allí se alzaban solo dos ejércitos uniformados y sedientos de batalla, brillando al sol de la mañana que levantaba su rostro radiante, ignorante a la tragedia que había de alumbrar ese día. El chico alzó la vista un instante y sus ojos se hundieron de temor. Nunca había luchado en campo abierto, y esperaba un enemigo mucho más liviano del que se disponía frente a ellos. Un ejército casi tan grande como el suyo e igual de homogéneo se organizaba como un solo hombre en la otra punta del campo. Adiestrados y disciplinados, nada tenían que ver con las hordas salvajes con las que habían alimentado su leyenda, al hablarles de unos guerreros indomables, incapaces de seguir no más que las órdenes de su odio y su avaricia, no las de un hombre, que era exactamente lo que estaba ocurriendo. No gritaban, ni peleaban entre ellos por la mejor arma, sino que permanecían en posición, formados e inquietos, con la misma expresión de curiosidad que las de sus rivales. Por un momento el chico hubiese asegurado encontrarse frente a un reducto de su propia tropa, como si de un ensayo militar se tratara, pero sus ropas estridentes con corazas cubiertas por mantos de piel de oso, e incluso los pechos descubiertos de algunas de esas bestias, los hacían distintos a ellos.

La neblina parecía huir con desidia. El ambiente se volvió denso e insondable, capaz de rozar la piel entumecida de los guerreros bajo su coraza de hierro, cuyos huesos temblaban a un tiempo de frío e incertidumbre. Se hizo el silencio. Sepulcral como en el interior de los templos sagrados, como aquel que reina cuando se trata de prender un pieza de caza, y así evitar que huya. Nadie hablaba no más que entre dientes, musitando alguna pequeña plegaria por su alma, encomendando su destino al ser superior que desde los cielos los observa y acompaña, para que no sea su sangre la que regará en ese día las cosechas de estas tierras fértiles. Algunos lloran abrazados a su espada, pero todos mantienen su vista en el enemigo, aquellas bestias del norte, hijos del hielo, aguerridas bestias que a los ojos de chico, parecían crecer a cada mirada. Cada vez más grandes, cada vez más fuertes, cada vez más feroces. Los rostros del diablo hecho hombre, y sus vástagos dispuestos a descender por la ladera para rebanar cabezas y alimentarse de sus cuerpos mitigados.

Tras una escueta charla, el general que se había adelantado para entablar pacto con el general enemigo, volvió tras sus pasos con galope enérgico y expresión tensa. Sus ojos vaticinaban una batalla pródiga y cruenta. Los hombres al verlo llegar endurecieron sus lamentos, y buscaron el arrojo suficiente entre sus entrañas ya acostumbradas al batir de las espadas. El chico comprendió que no había marcha atrás, que quién se rezagara un paso, sería un traidor a la causa y al pueblo, un desterrado a los ojos de sus compañeros. El general se dispuso frente al ejército y levantó su espada. La señal de ataque, el símbolo del poder de sus soldados, la llamada al valor.

-¡Quizá sobrevivamos a la tempestad o quizá nos espere la muerte en esta tierra, pero moriremos con honor, como soldados! ¡La gloria de nuestro pueblo, de nuestra sangre derramada, nos abrirá las puertas del cielo y nos acogerá como a héroes! ¡Nuestro valor será nuestro nombre, nuestra espada será nuestra palabra y nuestra victoria será nuestra vida!

Los hombres prorrumpieron en una atronadora explosión de gritos y vítores, mientras se inyectaban sus ojos por la sangre de la ira ante la arenga del general. Por un instante parecía que solo ellos alimentaban la cacería y que sus enemigos no eran más que piezas a las que cazar para saciar su hambre. Como un enjambre de necios, los soldados, con su espada desenvainada, golpeaban con fiereza su escudo tratando de amedrentar a quienes los observaban desde la lejanía, pero ninguno de ellos huyó. Sus miradas continuaban incrustadas en las corazas rivales, buscando el resquicio por el que introducir el filo de la espada y atravesarlo de lado a lado. Apenas se podía mantener la formación cuando las tropas del norte, aquellos hombres de piel de oso emanaron de su terreno para avanzar hacia la boca del infierno empuñando las espadas y vociferando desgarradores aullidos más propios de los lobos que de los hombres. Al momento, el general dio al orden y las trompetas dibujaron en sonidos la señal de carga. El chico miró a su alrededor, respiró hondo y dio la espalda a su miedo y sus lejanos recuerdos de casa, para salir a la carrera al encuentro del enemigo.

Justo en medio, en ese pequeño terraplén las fuerzas chocaron como lo hacen los rayos con las rocas. Los aceros aullaron con los aceros, los cuerpos percutieron al tiempo contra los cuerpos, la sangre saltó de los seres que aun vivos se descomponían a trozos convirtiendo la batalla en un puzzle de cabezas rebanadas y miembros desgarrados. Bajo el sol de la mañana, la verde pradera tornó al rojo espeso de la sangre derramada. La tierra otrora fértil y vivaz, se ahogaba entre los lamentos de aquellos desgraciados que dejaban sus sueños y sus almas por una meta extraña, incapaces de saborear el futuro por el cual dejaban su vida en manos de los dioses. El chico trataba de no pensar más que en evitar las embestidas salvajes. Mas aferrado a su escudo que a su espada, luchaba por permanecer en pié entre los caídos y moribundos. De repente sacó su mano por entre la confusión y sintió como su espada chocaba con algo. Lo atravesaba, un cuerpo ajeno quedaba incrustado hasta su muñeca. Petrificado por la impresión de su primera presa el chico lo miró a los ojos y le vio perecer ante él. Sus facciones duras y curtidas por el sol del norte, temblaron y se sacudieron entre convulsiones, sus ojos se volvieron blancos como la nieve, el aire escapó de un golpe de sus pulmones y se desplomó. El chico por un momento perdió el norte mientras le veía caer.

Un agudo dolor recorrió su semblante. Un pinchazo fuerte e intenso recorrió todo su cuerpo desde su costado hasta sus dedos. Algo había entrado en él y salido con la velocidad de un trueno. La sangre brotaba por un lado de su ser empapando sus ropas y sus manos. Su vista se nubló y su escudo cayó a tierra. El chico, en solo unos segundos, había tanteado los dos sabores que brotaban de la batalla. La herida ajena y el dolor propio. Su cuerpo se desequilibró, sus fuerzas huyeron prestas de sus entrañas, y su semblante encogió mientras se abalanzaba hacía tierra, hacía el verde césped de la planicie, hacía el sombrío rojo de la sangre que lo regaba.

martes, 3 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 1 - Inquietud

Canto I – Inquietud

El fuego pace mustio esta noche. Como almas errantes, los hombres se arremolinan, ausentes e inquietos, alrededor de las hogueras que alumbran el campamento en su indemne oscuridad, con la mente perdida y los pasos vacíos. No hay espacio para el sueño. Pocos son los hombres que acomodan sus cabezas al abrigo del frío invernal que sacude sus huesos, para tan solo adormecer un instante sus miedos. Menos aun son los que dejan de lado su espada y su escudo que han de salvar su vida del arrojo de las huestes del demonio. Descarriados en tierra ajena, lejos del agua de los pozos y las legumbres de sus huertos, que aun crecen en su hogar distante y oculto ya a los recuerdos, los guerreros entonan en leve canto en murmullos, al arrullo del viento, envuelto en lazos de plegarías y llantos ahogados, por el destino que los aguarda allá en el campo de batalla, al filo de las espadas.

El camino sombrío que los ha guiado, se desvanece entre necedades de un retorno a casa, que a muchos se les antoja utópico. Difícil les es a los soldados dibujar una sonrisa en sus rostros, pues tenue y frágil, pronto perece al recuerdo de batallas pasadas. Un soldado revisa su espada. Trata de entenderla, de hablarla, de acordar fidelidad mutua para salir ambas indemnes de la refriega, de actuar a la vez como un solo brazo en el fragor de las espadas. Su rostro es joven, aun a punto de despertar a la vida, incapaz de comprender la magnitud que tomará el destino en solo unas horas, pero cegado a las palabras de su general al jurar que los dioses les esperan y acompañan.

El chico pierde su mirada en el fuego. Chisporrotea vivo y jovial, como en las fiestas de su tierra natal. En sus llamas alcanza a distinguir la mirada orgullosa de su padre y los ojos asustados de su madre, vislumbra sus juegos de infancia, las sonrisas de sus amigos, los ojos de su amor abandonado por las ropas de guerra a quien su alma anhela por retornar y sentir su caricia de nuevo, aunque solo fuera un roce, un suspiro. Pero alza su cabeza un instante al frente, allí donde alcanza la vista al alumbrar de las hogueras, y solo oscuridad e incertidumbre le albergan, el desconsuelo de un chico alejado de casa, en tierra desconocida, empapado de un odio desconocido, rodeado de hombres desconocidos, con su acero como único amigo.

Tras meses de campaña. Por fin había llegado la hora de ajustar cuentas. La gran batalla estaba próxima, las últimas estrellas mostraban su recelo por la tragedia que había de vislumbrar en poco tiempo. El soldado negaba al destino como lo hacen los condenados, pero el futuro ya no alentaba en sus manos. El silencio del campamento aterraba emanando una tensión imperceptible a la vista, pero sensible a los nervios. Los rezos se hacían eternos a las voces apagadas de los hombres que buscaban una última expiación a sus pecados, antes de que el vigor que los hacía caminar, abandonara sus entrañas, y sus cuerpos robustos y jóvenes alimentaran por siempre las raíces de esta tierra extraña. Esa desazón los mantenía despiertos pese a las órdenes que los mandaban dormir, pese al agotamiento y el frío, las palabras no alcanzaban más que a ofrecer su mano para mitigar la angustia de los corazones encogidos que vagaban por entre las tiendas, cuando aun la noche cerrada abrazaba los recuerdos y los sueños de los soldados, dispuestos a derramar su sangre en batalla, allí en la planicie, por la gloria de su pueblo.

La noche viraba ausente hacia el día siguiente, pese a los ruegos del joven soldado, capaz de vender su alma por una noche sin fin. Las primeras luces de día llamaban con vehemencia a las puertas de la luna que cesaba su reinado. Una suave claridad asomaba por el horizonte, como un espejismo en mitad del desierto. Las hogueras hacían tiempo que habían comenzado a mitigar su vivacidad al encuentro del rocío del amanecer y solo una tenue humareda recordaba su exigua existencia.

Los hombres, algunos aun en vela, se parapetaban con sus ropas de guerra como si fueran a una fiesta de disfraces. Pocos hablaban no más que para dar órdenes. Algunos se abrazaban tratando de desearse buena fortuna... o despedirse. Andaban de un lado a otro nerviosos y enrabietados, con las espadas listas y los escudos reparados. Poco a poco, todos los soldados estaban en pié y listos para formar. El chico los observaba impertérrito, ocultando su miedo bajo un halo de falsa conciencia guerrera, mientras se mezclaba entre los hombres, esperando las órdenes de sus superiores.

Sus palabras se clavaron a fuego en su mente hasta destrozar sus nervios.

-¡Soldados a formar, en columnas de a dos! – gritó el general - ¡Marchen hacía sus posiciones, la gloria les espera, los dioses nos son propicios! ¡Hoy será un gran día!

Pero al chico le temblaba el cuerpo entero. Los ojos de los hombres resplandecían de odio y se cerraban de miedo mientras caminaban hacia la llanura. A partir de ese momento nada sería igual. Ya no había paso atrás, no había camino de vuelta al hogar, a las hogueras, al último reducto de humanidad que aun alentaba en sus almas. Las últimas gotas de sangre que circulaban por sus venas. La línea que separaba al hombre de la bestia.