lunes, 16 de febrero de 2009

Canto Guerrero / Canto 3 - Desolación

Canto III - Desolación

Unas suaves gotas de lluvia resbalaron por sus mejillas hundidas entre la hierba, hasta fundirse con los regueros de agua roja que fluían entre las hojas. Como si fuera consciente de la tragedia que había sufrido la tierra que alumbraba, el sol había retirado su centellear del amanecer, mientras unas nubes vestidas de triste gris habían acudido a su llamada para cubrir su huida. Necesitaban limpiar las laderas de esa sangre que ya comenzaba a pudrirse, aunque solo fuera con unas pocas gotas, las lágrimas que brotaban del cielo para acunar a los hombres. El chico pareció desemperezarse con ellas. Sus ojos negros como el carbón de las montañas, se abrieron poco a poco mientras trataba de enfocar su vista. La cabeza le daba vueltas y una extraña sensación de sequedad empapaba su boca. Se sentía débil y cansado, como si acabara de recibir una paliza. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había perdido el conocimiento, pero se sorprendió de continuar aun respirando, de no haber visto esa luz que algunos dicen haber presenciado llamando a sus pasos, cuando los ecos de la oscuridad acechan presto sus pasos, y la muerte les recibe con una amplia sonrisa.

No debía haber pasado mucho tiempo, pues los cuerpos que yacían por todas partes, aun desprendían ese vapor caliente que expulsan aquellos cuya sangre aun fluye, sea su canto agónico o no. Tampoco sabía si su ejército habría ganado la batalla, pero comprendió al instante que no debía permanecer ahí para comprobarlo pues, de haber vencido los suyos, pronto acudirían en su ayuda, y daría su vida por salvada, pero de haber sido el enemigo, llegarían en manada a saquear los cuerpos moribundos. En esa situación, afortunado habría de sentirse aquel que fuera rematado de inmediato, pues a menudo acostumbraban a tomar a los hombres que se deshacían entre lágrimas para arrastrarlos con sus caballos, castrarlos, descuartizarlos o desollarlos vivos, para después empalarlos ante los ojos de sus hermanos.

Trató de incorporarse entre agudos pinchazos que provenían de su costado herido. Palpó con cuidado y sintió como la herida había dejado de sangrar, pero notó su enorme agujero con forma de punta de espada. De no curar pronto esa herida, podría infectarse hasta que la sangre se coagulara, y con ella su vida entera. No debía permanecer ahí tirado y se puso en pié en un esfuerzo superior a su capacidad. Alzó la vista y lo que contempló lo dejó sobrecogido. Todo el terreno, hasta donde alcanzaba la vista, estaba cubierto por los muertos de la batalla. Brazos, piernas y cabezas separadas de sus restos y desperdigadas por todas partes. Los hombres agonizantes lloraban a sus madres para que los despertara de esa pesadilla, al tiempo que lamentaban la desdicha de su alma asesinada por la mano enemiga.

Sus piernas apenas conseguían aguantar su peso. Arrastrando la espada con una mano, y la otra presionando su costado, el chico caminó tambaleante por entre los yacidos tratando de no tropezar con ellos, al tiempo que mantenía sus ojos abiertos de par en par compungido por el terror y la pena, Ni a pestañear se atrevía. Sintió como su corazón se detenía a cada paso que daba, como la humanidad que una vez albergó su interior, abandonaba su existencia pese a permanecer en pié, su cuerpo era un ente vacío absorto de recuerdos obsoletos, borrados de un plumazo de su memoria por lo que sus ojos contemplaban ahora. La inocencia de su juventud perdida al filo de las espadas, violada por la sangre y los lamentos.

Quiso ayudar a los caídos, pero no sabía cómo. Su cuerpo se retorcía de dolor por esa herida que supuraba sin descanso pese a no manar de ella más sangre de la que ya había brotado. Deseó que todo esto no hubiera ocurrido nunca, que el tiempo tornara atrás hasta aquellos días felices en su tierra natal, junto a sus amigos... junto a ella. Todos los hombres que alimentarían este campo, volverían a caminar por su propio pié, con una sonrisa y mirada franca. Ningún arma se levantaría de nuevo, ese dolor que atacaba al espíritu más que al sentido, perecería bajo el peso de la ignorancia, del desconocimiento. Pero enjuagaba de nuevo sus ojos, y todo seguía teñido de rojo, como el sol ardiendo al atardecer, cuando el sueño de la noche, el ahuyentador de pesadillas, llama con suavidad al descanso en el lecho, al abrigo de las hogueras, bajo el techo de casa.

-¿De qué había servido todo esto?, - se preguntaba el chico, - ¿acaso los dioses estarán orgullosos de su linaje?, ¿todas estas almas, su sangre, quedarán bendecidas para la eternidad?

Y sin embargo sus preguntas carecían de respuesta. Solo el silencio le respondía. Solo el breve rumor del viento y las gotas que chapoteaban por doquier, acompañaban sus dudas. Solo los llantos ahogados de los hombres que agonizaban entre temblores su valor, daban compensación a la inquietud que revolvía su estomago. Ya no sabía dónde mirar para no ver la desolación. No había rumbo hacia el que guiar sus pies destrozados por su propio peso. La guerra que había de abrirle sus ojos al mundo, al tiempo se los había cerrado bajo una llave invisible. De poco le importaba ya quién hubiese ganado la batalla, tan solo una irrefrenable obsesión por volver a casa, empujaba su semblante fuera de la planicie. Debería viajar hacia el sur, allí una vez estuvo su campamento, si es que aun existía. Si aquellos salvajes le encontraban, no dudaría es utilizar su propia espada para acabar con su vida, y así no convertirse en un títere mas de los juegos de esos bárbaros. No serviría de distracción para ellos, pero hasta entonces debía caminar como fuera, cayera cuantas veces cayera, hasta que su corazón se sintiera a salvo, lejos de la tormenta, lejos de la batalla.

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