miércoles, 27 de enero de 2010

Amargos tragos

Extendió la mano y tomó uno de los pocos pedazos del diario que no habían sucumbido a las llamas. Entre rescoldos aún humeantes, donde los restos de la madera se mezclaban con las cenizas de su memoria, el hombre observaba como se habían consumido sus recuerdos dibujados a estertores escritos en aquellos años de sombras en los que había vivido recluido desde mucho tiempo atrás. Palabras desquiciadas y vagas, rociadas de ira y desdén, ocultas tras sus rencores. Tan viejas e inútiles como él mismo.

Sus manos agrietadas trajeron hacia sí aquel trozo de papel chamuscado, buscando las palabras que habían sobrevivido a la hoguera donde había arrojado el diario. Acercó más el papel a sus ojos cansados para poder leer aquellos antiguos trazos.

-…tu luz fue mi oscuridad. Te llevaste a quién mas amaba… - consiguió descifrar entre líneas.

Su mirada se vidrió un instante ante los recuerdos que se agolpaban. Pese a que su vejez había borrado gran parte del pasado de su memoria, en lo más recóndito de ella, en las entrañas enfurecidas que retumbaban en su cabeza de una sien a otra, aquellas palabras repicaban como si se tratara de un verbo joven recién dibujado entre líneas desgastadas.

Buscó otro de los pedazos que habían escapado a su destino. Lo observó con el rostro desencajado y leyó en bajo, casi para sí, con la voz sesgada.

-…tu llanto no apacigua mi dolor. Nunca debiste haber nacido…

Las lágrimas ahogaron su mirada y escondió la cabeza entre los pliegues de sus ancianas manos, en un sollozo intenso, mordiéndose los labios para no desfallecer. Los rencores no le habían abandonado durante años, convirtiéndose en el hombre inseguro y solitario que ahora se escondía al sol de la mañana. El silencio había pasado de bálsamo a tortura para sus días sin fin y sus noches sin sueños. Se había arrastrado, esclavo de sus propios remordimientos, por los caminos más agrestes de la cordura y se había esfumado, si es que alguna vez existió, el hombre de provecho que una vez creyó ser.

Desde que había recibido aquella llamada, no había pensado más que en sus actos del pasado, y en aquel diario donde había guardado su desdicha y que no había parado de buscar hasta hallarlo y, avergonzado, intentado destruir arrojándolo al fuego, tratando con ello de encontrar una redención a su alma. Abrumado por tanta agonía, la voz a través del teléfono, despertó el monstruo dormido de su pasado.

Entonces se vio superado por aquellos gestos que lo amordazaban. Recordó el día de su alumbramiento. Vio de nuevo el momento en el que la luz del día se tornó en tinieblas. Volvió a sentir el estremecimiento de su cuerpo al estallarle el corazón al saber que su mujer, el aliento de su vida, había perecido al dar a luz. Revivió la ira que invadió sus entrañas, como clamó al cielo por una respuesta, como lo maldijo entre aullidos por un castigo tan innecesario y esa rabia que se apoderó de su semblante hasta tornar en nauseas el cariño que buscaba aquel recién nacido, abandonándole a su suerte, incapaz de perdonarle el precio de su llegada.

El tiempo le castigó al silencio, a la soledad, al lamento entre dientes. Mitigó su desesperación entre tragos de una botella vacía, solo rellena del aíre viciado de sus propios miedos, de la añoranza de la compañía perdida, de la vergüenza de su vástago olvidado.

El timbre de su puerta le despertó de su letargo. El hombre se incorporó con torpeza, apoyándose en su viejo bastón corroído por el tiempo, y se dirigió a abrir. La pesadumbre barruntó sus facciones cuando, a través del umbral, vio presentarse a un policía perfectamente uniformado, con gesto serio y mirada escrutadora. Lo observaba con recelo, con la desconfianza propia adquirida tras años de servicio acostumbrado a saberse traicionado hasta por su propia sombra.

-¿Es usted el señor Garrido?- preguntó.

El hombre se estremeció al escuchar su nombre de boca de la autoridad, y asintió con un leve movimiento.

-¿Es el padre de Héctor Garrido?

El anciano no pudo más que bajar la cabeza, temblando por los sollozos ahogados que apenas escapaban de su garganta. Se le pasaron por la mente decenas de palabras que decir, pero todas morían antes de convertirse en sonidos. Esperó con oculta ansiedad las noticias que le traía aquel agente. Sin duda algo debía haberle pasado a ese hijo que abandonó nada más nacer y del que nunca más tuvo noticia, pese a que continuamente lo recordaba en las páginas del diario que acababa de destruir. Se preguntaba cómo sería ahora, que habría hecho en la vida, si se habría ganado respeto o desprecio, y se entristecía sabiendo que fuera lo que fuera, habría tenido que abrirse camino por su propio pié, desde niño, sin tener al lado a su padre.

La presencia del agente no urdía en él más que miedo a noticias funestas. Quizá no habría encontrado un rumbo, quizá se hubiera perdido en la maraña del destino, puede que incluso no hubiera sobrevivido a los embistes de la vida.

-¿Qué… qué le ha pasado?- alcanzó a preguntar entre dientes.

El policía lo observó con firmeza, como si tratará de descubrir su esencia en cada pupila.

-Tranquilo, señor Garrido, su hijo está bien. Hemos estado buscándole mucho tiempo. Solo debo llevar noticias sobre su existencia. Veo que aún vive, aunque no parece que le haya ido del todo bien. Ya tengo la información que necesitaba, será suficiente para él.

El viejo alzó la cabeza interrogante, con los ojos bien abiertos, superado por la situación, mientras el agente comenzaba a retirarse de la puerta.

-No se preocupe, su hijo no requiere nada de usted, ni siquiera quiere respuestas, solo conocer el rostro de aquel que nunca se preocupó por conocerle. Que tenga usted un buen día.

El policía se dio la vuelta para marcharse, cuando la voz del anciano dejó escapar un último aliento desgarrado desde lo más agónico de si mismo.

-¡Un momento!, pero, ¿quién es?, ¿dónde está ahora?

El agente se detuvo en seco, giró lentamente sobre sí mismo y dejó que el rencor acudiera a sus labios.

-¿Tan ciego estás viejo, que no ves a tu hijo ni aunque lo tengas delante?

Su alma, empobrecida desde antaño, estalló en un último lamento seco. Por un instante deseó que su vida ardiera del mismo modo que aquel diario, viendo como el que debía ser su hijo, le pagaba con la misma moneda del abandono, convertido su corazón en piedra de igual manera, cuando más se necesitaba.

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