viernes, 27 de marzo de 2009

Sin nada que decir

Con los labios sellados y la garganta seca. Por una voz apagada no por abuso, más por inactiva. Sin dar dentelladas al aíre con palabras sinuosas, decididas. Abrumado, escondido, oculto entre las sombras de este revólver de balas de humo que se deshacen cuando, prestas, se ciñen al objetivo marcado.
A susurros interrumpidos por los gritos que te imploran el silencio. Tendido en el suelo, recogiendo las migajas que de uno mismo se deshojan como en la flor que es testigo de tu destino en cada uno de los pétalos que se escapan entre los dedos.
Queriendo levantar la voz, aullar, gritar, rugir y enternecer a la tormenta con lamentos olvidados, que de su tenue peso, se disipa incluso antes de ser escuchado. Vagos pasos son esos que no impulsa la pereza, mas son presos del despiadado latir de un corazón amordazado. Rebelde pero asustado de sí mismo. Incapaz de apartar la piedra que de nuevo le hace tropezar. Del viento que mece las hojas, y el baile en sus ráfagas que dibujan destellos brillantes en su semblante, como esa luna que esculpe sus curvas entre las olas del mar.
En mitad de la noche, con el rumor de tu presencia cerca, con el tacto efímero de tu piel, el calor que desprende, suspiros entrecortados, el aíre agitado a tu paso. Un espejo en el lecho de un río que esboza tu rostro, pero que estos dedos se niegan a rozar, para que tu imagen no se deshaga entre ondas. La distancia que de tan cerca, te envía tan lejos.
Y la voz sigue apagada, los labios sellados y ese latir tan despiadado.

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