lunes, 19 de enero de 2009

Por arte de magia

El niño no podía cerrar los ojos. Abrumado por las imágenes que iban apareciendo en esa descomunal pantalla, el chico igual sonreía entusiasmado que se acurrucaba asustado al cobijo de su asiento. Apenas había dormido desde el día de su quinto cumpleaños, cuando su padre le dijo que por primera vez le llevaría al cine a ver una película de dragones, aquellos que tantas veces antes había visto en sus libros, y que no pocas menos había imaginado volando a su alrededor, entre las llamaradas que brotaban de sus entrañas y la pesada cadencia de aleteo de sus alas. Y se había visto entonces a si mismo vestido de caballero, con una espada en una mano y un escudo en la otra, acudiendo desafiante a la batalla contra la bestia, a la que habría de vencer con certera estocada y así recuperar de entre sus garras a la bella princesa que le esperaba.

Tantas noches con la gloria ceñida a sus pasos y el honor del valor abrazado a su leyenda, mientras luchaba contra dragones y salvaba princesas, antes de que el amanecer turbara sus sueños.

Y ahora que, sentado en la sala, por vez primera veía a esos dragones de sus fantasías volando y rugiendo en la pantalla, mas grandes y hermosos de lo que jamás había imaginado, el chico sintió cumplidos sus deseos más intensos, capaz de contemplar la majestuosidad de su vuelo y la fiereza de su alarido. Su corazón latía frenético a cada fotograma. Hubo un tiempo en que creyó que esas bestias cesarían su batida en las páginas de los cuentos que su padre le leía cada noche y en los dibujos que adornaban su cuarto, cuando al caer la tarde, con los últimos halos del sol moribundo que pasaban por su ventana, se iluminaban solemnes y parecían querer huir de la pared a la que estaban colgados, para alzar el vuelo a los ojos del pequeño.

Ni a pestañear se atrevió, pues temía perderse en ese instante la magia que lo albergaba, absorto a cada imagen, atento a cada sonido, con el corazón encogido de principio a fin. Entonces apareció el bravo caballero con la armadura reluciente y la espada hacia el cielo. Y se imaginó a sí mismo en su lugar, acechando al dragón, siendo el héroe de su princesa, acudiendo raudo a los altares reservados a los valientes.

Durante dos horas, el niño cedió paso a sus sueños, inocentes e ingenuos, y vivió su gran aventura, sentado en su asiento, frente a la pantalla del cine. Allí donde se cumplió sus sueños, allí donde fue caballero, allí donde vió al dragón.

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