
Tantas noches con la gloria ceñida a sus pasos y el honor del valor abrazado a su leyenda, mientras luchaba contra dragones y salvaba princesas, antes de que el amanecer turbara sus sueños.
Y ahora que, sentado en la sala, por vez primera veía a esos dragones de sus fantasías volando y rugiendo en la pantalla, mas grandes y hermosos de lo que jamás había imaginado, el chico sintió cumplidos sus deseos más intensos, capaz de contemplar la majestuosidad de su vuelo y la fiereza de su alarido. Su corazón latía frenético a cada fotograma. Hubo un tiempo en que creyó que esas bestias cesarían su batida en las páginas de los cuentos que su padre le leía cada noche y en los dibujos que adornaban su cuarto, cuando al caer la tarde, con los últimos halos del sol moribundo que pasaban por su ventana, se iluminaban solemnes y parecían querer huir de la pared a la que estaban colgados, para alzar el vuelo a los ojos del pequeño.
Ni a pestañear se atrevió, pues temía perderse en ese instante la magia que lo albergaba, absorto a cada imagen, atento a cada sonido, con el corazón encogido de principio a fin. Entonces apareció el bravo caballero con la armadura reluciente y la espada hacia el cielo. Y se imaginó a sí mismo en su lugar, acechando al dragón, siendo el héroe de su princesa, acudiendo raudo a los altares reservados a los valientes.
Durante dos horas, el niño cedió paso a sus sueños, inocentes e ingenuos, y vivió su gran aventura, sentado en su asiento, frente a la pantalla del cine. Allí donde se cumplió sus sueños, allí donde fue caballero, allí donde vió al dragón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario