miércoles, 20 de mayo de 2009

Carta a un juez

Estimada señoría:

Pues como ya he sido condenado, yo me declaro culpable.

Apenas me dejaron abrir la boca cuando tuve oportunidad de excusarme. Mis palabras fueron borradas y mi voz desoída cuando eso era todo cuanto me quedaba. Pronto mi nombre fue señalado y ajusticiado en mi silencio, hasta que los barrotes que hoy me rodean se hicieron a mi alma como el mejor de mis amigos.

Por eso ahora, que ya no pertenezco a nada ni a nadie, me permito declararme culpable, pues de verdad alcé mi puño, cierto es que golpeé aquel cuerpo con ira y odio, fue real la sangre con la que cubrí mis manos.

No alegaré demencia como hacen tantos otros. Ninguna debilidad doblegó mi cordura no más que mi deseo de vivir, de respirar, de poder caminar sin miedo a tropezar frente a él. Maté a ese hombre, sí. La violencia de mi arrojo estaba justificada aunque no lo crea. Me consumía, me desquiciaba hasta alimentar en mí al más puro de los rencores y, en ese letargo, maté a mi padre, y sí, juro que no lo siento. No me duele esa muerte.

Pero la justicia es ciega, doy fe de ello, igual para todo hombre según dicen. Pero tampoco tiene corazón, no conoce el dolor, ni tiene la decencia de abrir los ojos para mirar cara a cara a un condenado y revolver sus recuerdos en busca de una razón.

Si lo hubiera hecho… con tan solo una vez que hubiera observado mis ojos hubiese bastado. Mas que las decenas de palabras que yo pudiera haber gritado y susurrado a un tiempo. Quizá yo sea demasiado joven, pero en ellos hubiera sentido mi desesperación, mis sueños devastados. Hubiera visto a un crío asustado, escondiéndose a la sombra de los insultos de su propio padre, de su desprecio, de sentirse ignorado y vacío, de saberse indeseado incluso antes de haber nacido. En mis ojos hubiera visto el dolor por los huesos rotos con cada paliza, con las batidas de esa vara, con los oídos estremecidos al silbido de su cinturón. Hubiese visto a un niño perdido, creyéndose inservible, no más que un pedazo más de esa montaña de estiércol de la que mi padre decía que yo procedía. Quizá con solo prestar un poco de atención hubiera escuchado sus gritos ahogados, vería sus lágrimas caídas, su sangre derramada y su ilusión olvidada. Aun ese miedo a dormir y no conseguir despertar me sigue. A veces con el pánico a sentir sus manos aprisionando mi cuello de nuevo, otras veces con impaciencia, esperando encontrar la tranquilidad en ese último suspiro.

Pero no. Parece cierto que la justicia es ciega, pero nunca creí que lo fuera tanto. Al menos he aprendido que no vale la pena luchar, no siempre la justicia es fiel a sí misma, como tampoco lo es a la vida. Ya estoy cansado de seguir caminando. Por tanto yo me declaro culpable. Yo maté a mi padre, y con ello me gané el derecho a poder dormir por las noches.

Ya no espero nada de nadie.

Atentamente, un saludo.

No hay comentarios: