martes, 26 de mayo de 2009

Ojo por ojo

- ¡Te daré todo cuanto me pidas, dinero, tierras, títulos, lo que sea, pero no me mates! –balbucía aterrado el gobernador, cuya presencia en camisón restaba todo el porte de su posición.

El hombre que, frente a él esgrimía una espada de afilada hoja y ojos inundados en ira y desprecio, le observaba impávido, deseoso de hacerle callar de un solo estoque.

- No tienes porque hacerlo, podemos llegar a un acuerdo. Sabes que soy el gobernador de la ciudad, puedo concederte cuanto desees- le rogaba arrodillado junto al camastro.
- Ya sé quién eres- le dijo el hombre armado con sequedad tomada, - estoy en el lugar adecuado, ante el hombre que buscaba.
- Pero, ¿qué quieres de mí?, ¿Qué he hecho para merecer tu persecución?

El siniestro espadachín dibujo una media sonrisa en su rostro quebrado y sucio por el agotamiento y el dolor que se descifraba en cada pliegue de su frente, de un rostro joven tan curtido por el tiempo que parecía el de un viejo.

- Qué rápido olvida el noble entre sus rosas y su vino. Tanta sombra dan sus techos que su mente solo ve paredes de oro, y platos llenos.

El gobernador trató de enfocar su mirada ante la tenue luz de las velas que alumbraban su cuarto en la almena del castillo.

- Ni aunque el sol entero habitara esta habitación, podrían tus ojos limpiarse de tanta malicia.
- ¿De qué estás hablando?, ¿qué diablos tengo que reconocer yo para entender porque un hombre armado, ha asaltado mi casa para amenazarme de muerte en plena noche?

El hombre de la espada miró con recelo a ese hombre tan poderoso al cobijo de su título y sus soldados, y ahora tan frágil y asustadizo como un niño al oír los aullidos del lobo a medianoche. Después observó el brillo de la punta de su espada, preguntándose si era necesaria tanta conversación vacía cuanto tan solo precisaba hundirla en el cuerpo de aquel desgraciado. Volvió la vista hacía el gobernador y se quitó con prudencia el sombrero de ala ancha que escondía su rostro ennegrecido por el sudor y la noche.

El gobernador entornó los ojos tratando de distinguir entre sus duras facciones, un rostro del que no encontraba familiaridad alguna.

- No me reconoces, ¿verdad?, es normal, ha pasado mucho tiempo. Mi cuerpo está más castigado, y estos mechones blanquecinos antes no eran más que una quimera. Tú en cambio has engordado, no debe haber faltado cordero en tu mesa, mientras el estomago de tus siervos se va arrugando como el puño cerrado de un anciano.
- ¡¿Quién demonios eres?! ¿qué te he hecho yo?, te prometo que nunca faltará alimento para ti en esta ciudad. Te ofreceré una buena posición, pertenecerás a nuestra nobleza con todo lo que eso significa, te lo juro.

Tan desorbitada oferta desembocó en una sonora carcajada del hombre, que echó un pié atrás para observar al gobernador en su grotesca humillación.

- Siempre pensaste que éramos todos estúpidos. Ahora bajo mi espada mucho ofreces, pero tan pronto como la levante te faltará tiempo para echarme a tus perros guardianes al cuello. Me convertiría en abono para los campos en cuanto pusiera un pié fuera de esta estancia. No, no son riquezas lo que he venido a buscar aquí.

El gobernador lo miró desencajado.

- Entonces, ¿Qué es eso que demandas, que nada parece satisfacerte?
- Conoces muchas palabras, viejo; poder, dinero, posesiones, órdenes, castigos, esclavos, mentiras, infamia, traición… -dijo el hombre haciendo especial hincapié la vocalizar esta última palabra al tiempo que acercaba su rostro a la efigie paralizada del gobernador, -quizá también te suene la palabra: ¡venganza!

El gobernador se echó atrás como empujado por una violenta ráfaga de viento surgida de los labios del que venía a ser su verdugo. Con la expresión sobrecogida, se agitó nervioso tratando de poner en orden sus recuerdos.

- Venganza, venganza… venganza hacia mí… que acto tan macabro he podido yo cometer para tener que vengarte de mi ahora…
- Si, tanto ha llenado el buche su excelencia, que su mente se ha adormecido por los manjares de Baco, de modo que cree tener limpia una conciencia tan podrida como las manzanas caídas de su rama hace años. Pues no olvido yo tan fácilmente. Tu rostro no ha dejado de presentarse ante mi cada noche, mientras trataba de dormitar en los suelos humedecidos por el frio, entre latigazos y cadenas, entre las ratas y los quejidos de mi estomago vació, entre la sangre que escapaba de mis heridas y el lamento al que me condenaste. Sigues sin recordar, ¿verdad?
- Por el cielo decidme quien sois y que me pedís para no ajusticiarme.

El hombre, enfurecido por su falta de memoria, y sus intentos de sobornarle, se acercó violentamente hacia él al tiempo que ponía la punta se su espada a solo un aliento de su cuello.

- Mírame, ¡mírame bien, mal nacido!, ¿no me reconoces?, quita diez años de mi rostro y quizá me ubiques. Era aun muy joven cuando me mandaste a aquella locura. Sabías bien que aquella fortaleza era impenetrable, que no necesitábamos tomarla en modo alguno y, aun así, me hiciste asaltarla como un descerebrado ataca las puertas del infierno, creyéndose en el paraíso. Me mandaste a morir, solo, sin enviar ni siquiera un mísero cuerpo de soldados que fuera a buscar mi semblante devastado. Tres años de encierro, tres años de ver como mi cuerpo y mi mente moría un día tras otro, tres años de oscuridad y desesperación. Pero salí de ahí y volví a casa. Aún recuerdo como me miraste el día que llegué a la hacienda que mi padre me lego y que tuviste la desfachatez de robarme creyéndome moribundo. Tus ojos eran parecidos a los que tienes ahora, la misma expresión como la de aquel que cree ver un fantasma. Reclamé lo mío, y en pago por mis servicios, fue el destierro a galeras bajo pena de traición lo que me concediste. ¡Hasta la muerte!, gritaste, ¿lo recuerdas?, porque yo aun oigo esa condena cada madrugada. Querías esa tierra y yo no era más que polvo que barrer de tus suelos de mármol. No hubo piedad en tus palabras. No hubo clemencia en tus actos, no me pidas que yo ahora me convierta en lo que tú rechazaste ser.

El gobernador trató de incorporarse. Ahora recordaba. Volvió a entornar los ojos buscando entre sus recuerdos. Lo vio claro entonces, era él, aunque debía estar muerto ya. ¡Qué clase de monstruo volvía dos veces de la muerte para atormentarle!

- Sí, te recuerdo, ya sé quién eres, pero hace mucho tiempo de eso, no puede tu mente albergar tanto rencor. ¿Quieres tu tierra?, es tuya, yo apenas la visito. Si bajas esa espada te restituiré todo cuanto era tuyo, te devolveré todo cuanto amaste.

El hombre sus piró hondo ante ese ofrecimiento. Miró al suelo un instante, y levantó la cabeza con los ojos entumecidos por regueros de llanto seco que hacía ya muchos años no surcaba lágrima alguna.

- No puedes devolvérmelo todo. ¿Por qué he de mostrarme compasivo ante ti, que ni siquiera levantaste tu mano ni aun sabiendo que ella me esperaba, que nos íbamos a casar al volver de la guerra? Tuviste sed aquel día, hoy será saciada. Yo perdí todo cuanto anhelaba, a ti ya no te hará falta nada más.

El hombre avanzó dispuesto a atravesarle con la espada, mientras el gobernador se echaba hacia atrás a trompicones, arrastrándose, desesperado, tratando de huir del hierro de su cruel destino.

- Espera, espera, aun estamos a tiempo, puedo compensarte por tantos años de sufrimiento. Las tierras son tuyas, la nobleza te abrirá los brazos, buscaremos a tu mujer, estoy seguro de que aun te está esperando. Recuperarás tu vida… yo…

El gesto impasible del hombre, que hundió levemente la espada en el pecho del gobernador, congeló sus palabras al momento de salir de sus labios, entre alientos entrecortados como en los días más duros del invierno. El hombre lo miró, con más ira en los ojos de los que nunca el gobernador había adivinado en cualquier otro hombre, pese a las muchas batallas a las que asistió desde retaguardia y a los muchos hombres a los que su mano ferrea ajustició sin vacilar.

- Ella se quitó la vida el día que le dijeron que yo había muerto asaltando aquellos muros, y con ella se fue el niño que alentaba en su vientre, y mi vida entera. Todo este tiempo he respirado solo por encontrarte, y así rendir cuentas con mi alma. No llores más, no encontrarás lástima en mi gesto.

El movimiento fue rápido y certero. De un solo golpe, atravesó el cuerpo del gobernador que se desplomó entre estertores a la mirada perdida y vacía del hombre, que respiraba tranquilo.

En las escaleras surgió un aullido de botas subiendo y espadas silbando al salir de su funda. Los soldados, alertados, corrían entre gritos en tardío auxilio de su gobernador. El hombre, agotado y vencido por tantos años de espera, cayó sobre la cama, sentándose a los pies, con el cuerpo inerte del hombre que acababa de ejecutar. Ya no había vida en sus ojos abiertos, ya no tenía ganas de vivir, habían sido tantos años esperando ese momento, que se sentía tranquilo y relajado. No había porque huir, de todas maneras hacía años que ya había muerto.

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