jueves, 11 de diciembre de 2008

Forjado en los 80

En estos años, que tantos textos corren por internet, y que tan recurrente se está volviendo el reivindicar la infancia y la adolescencia de los 80, contra la actual, huérfana de símbolos e inocencia infantil, un servidor, también hijo devoto de aquella dichosa década, echa la vista atrás entonando la cantinela de “aquellos sí que fueron buenos tiempos” y hace un repaso de cómo aquellos días de infancia forjaron su persona.

Vale, todo el mérito no es mío, mi madre también ayudó a mi causa al tener tanto ojo como para hacerme ver la luz unos meses antes del 1980 (amén de decidir no parar de tener niños antes del sexto, que fui yo, ¡gracias Mam!) y regalarle al mundo un ser tan excepcional predestinado a cambiar el mundo… ejem… bueno, ¡qué pasa, esto lo he escrito yo y cada uno se levanta el ánimo como quiere!

El caso es que tuve la suerte de vivirlo de cabo a rabo y, de sus recuerdos, saco conclusiones.

Asustadizo y tranquilo, enfadica y hasta soso (un poco mohíno como me decían mis hermanas), me pasaba el día jugando al balón y a mis adoradas chapas, juego en el que hubiera sido olímpico si alguien hubiera tenido el valor de proponerlo como deporte olímpico para Barcelona´92 (¡esa es una espinita que tengo clavada, y es de las que duelen!) y corriendo continuamente a la habitación o al baño para esconderme a llorar cada vez que me enfadaba.

No sé porqué pero algunos de mis recuerdos más fuertes son de aquellas cosas que me deban miedo: el cocodrilo del cuento de Peter Pan que escuchaba en cassette, de la mano negra (con la que me asustaba mi hermana aunque no sabía lo que era), de los Gremmlins, del agua, de los perros, de una noche agobiante viendo Alien a oscuras en casa de mi hermano… y recuerdo como de chiquitín mis hermanas me hacían llorar cantándome la canción de “Marco” porque me daba mucha pena que no encontrara a su madre. Solo me faltaba asustarme de mi sombra… pufff.

Era el típico niño bueno que nunca gritaba, ni era contestón, ni se metía en peleas, estudiaba y aprobaba, se comía las gomas de borrar “Milán” (lo cual explicaría muchas cosas) y por no decir, no decía ni palabrotas enteras porque su madre no le dejaba. Era el mismo niño que se pasó una tarde entera entre lágrimas, tratando de aprenderse las oraciones para catequesis (sí, yo, el ateo), mientras mi cuñado abría delante de mí, uno a uno el montonazo de sobres de cromos que había prometido regalarme si era capaz de recitarlo todo de memoria. Le debí dar pena y al final me los dió, porque la última creo que me la inventé.

Jugaba con los clicks de Playmobil, se me iluminaban los ojos cuando me compraban un Gi Joe y me pasaba la tarde cargándome la siesta de mi madre con las monumentales vueltas ciclistas que las chapas disputaban en mi casa, siempre en el mismo circuito porque no había más sitio.
Barrio sésamo me embaucaba y enseñaba a usar la imaginación al tiempo que me daba el mayor trauma de mi infancia cuando me enteré de que Espinete en realidad no era un erizo, sino ¡UNA CHICA!, y encima que se casó con ¡¡CHEMA, EL PANADERO!! Aún no lo he superado…
Quise ser un “Goonie”, convertirme en espadachín para poder decir lo de “Hola, me llamo Iñigo Montoya, tu mataste a mi padre, prepárate a morir”, luchar junto al peor Conan, montar en el Delorean con Marty MacFly, jugar tan bien como Oliver Aton, ser tan fuerte como un Caballero del Zodiaco o tan listo como MacGyver.

Comenzaba a escuchar a esos grupos de guitarrazos eléctricos y cantantes que parecían niñas como Bon Jovi y Guns ´n Roses, que me conquistaron y lograron descarriarme del camino hasta convertirme en un ¡fiel hijo del metal!, ¡¡¡ROCK ´N ROLL!!!... aunque de pequeño, según parece, me encantaba una canción de Jermaine Jackson cuyo título no voy a decir porque me da vergüenza.

Leía “Fray Perico y su borrico”, coleccionaba cromos de fútbol y de coches e idolatraba a Butragueño y su Quinta, a Carl Lewis, a Drazen Petrovic y me quedaba embobado como me quedé cuando estuve a un metro del grandísimo Perico Delgado. Mi videojuego era la Atari y sus geniales gráficos cuadriculados, mis ropas de marca unas zapatillas J´Hayber, mi primer copazo un culillo de ron que me dio mi cuñado una Nochevieja y que corrí a echarlo al baño porque me ardía en la boca y mi mayor posesión, un cochecito de juguete que siempre ganaba en las carreras que echábamos en el barrio.

Cosas como estas son las que me hicieron.

En fin, que los niños de ahora se vuelven adultos antes de ser adolescentes, y los que vivimos en los 80… quizá nunca dejamos de ser aquellos niños, ni queremos dejar de serlo. Aquellos años hicieron de mí el intrépido revolucionario que hoy soy… bueno que debería ser. Una vez me autodefiní con una frase para justificar mi actitud que ahora me hace gracia cuando la resumo. Escribí: “Soy un rebelde de palabra, que no de actos”, o lo que lleva a ser lo mismo, “un valiente cobardica”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

I like your blog

Cabrónidas dijo...

Parafraseando al reno Renardo, yo sobreviví en los ochenta practicando la grulla de karate Kid.