miércoles, 24 de septiembre de 2008

La condena del Sáhara


Son sus lágrimas las que caen, las que perecen a un tiempo, cuando apenas rozan las arenas del desierto que les rodea y que de su propia casa crean una prisión, condenados por extraños ajenos a sus fronteras.
Son sus lágrimas las que humedecen las dunas sedientas que de lejos ven la lluvia. Olvidados, ignorados, añorando una libertad esclavizada tras tantos años entre sombras, buscando entre jaimas y recuerdos los restos de su propio pueblo.
Son sus lágrimas honrosas y valientes, de hombres y mujeres nobles que esconden sus miedos entre las ropas. De una identidad sin nombre ni legado, de tradiciones despreciadas, de un orgullo enrarecido, pisoteado, pero aun vivo.
Ser saharaui y no romper a llorar. Ser humano queriendo ser tratado como tal. Ser testigo de cómo un látigo extranjero rasga su espalda sin que nadie acuda a curar sus heridas que, abiertas y palpitantes, retozan en lagos de sal, la sal que acompaña a las lágrimas, esas lágrimas que, inconsolables, brotan de sus ojos para rociar las arenas del Sáhara.

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