
Todo hombre ve morir en instantes su propia lucidez. Siempre ocurre, en todo en la vida, en tu profesión, en tus pasiones, en tus habilidades. Llegan días donde todo se vuelve un papel blanco en el que no encuentras la palabra con la que empezar. Te atoras, pierdes la ilusión y abandonas. Te sientes incapaz de encontrar tu propio razonamiento, que antes te llevaba a resolver el problema con solo un aliento, y te sientes inútil ante el espejo de ti mismo.
Quizá solo es tiempo. Quizá el paso de los días calma tu ira y recuperas el pulso de tus gestos. Tu mente se desbloquea y te sientes libre de nuevo. Tu lápiz retoma los trazos, tu pincel cabalga entre lienzos, tus manos reconstruyen tus cimientos y vuelve esa lucidez perdida. O quizá no.
Es una sensación extraña la de la incapacidad. La de aquel que en su letargo sueña que corre, desesperado, veloz y raudo, pero ve que su cuerpo no se desplaza. El miedo entonces te come, desgasta tu esperanza y quieres despertar. A muchos les cuesta abrir los ojos, a otros no más que la llegada de la mañana, pero ese momento te aterra.
Aún muchos tenemos que despertar.